“[Ojalá] que esta prueba nos humanice priorizando lo verdaderamente importante y permanente”. (Foto referencial: César Campos/GEC).
“[Ojalá] que esta prueba nos humanice priorizando lo verdaderamente importante y permanente”. (Foto referencial: César Campos/GEC).
/ CESAR CAMPOS
Carmen McEvoy

Ayer fui sorprendida con una caja que me mandaron mis nietas por correo. El regalo consistía en una de esas casitas de jengibre que armaremos juntas por el zoom. Mientras desempacaba la caja e iba poniendo en línea el “frosting”, la manga decorativa, las grageas multicolores y las paredes de galleta de vainilla recordé que muy pronto se cumplirá un año de la última vez que nos abrazamos e hicimos planes para un reencuentro primaveral. Mientras que en Wuhan se incubaba una pandemia que nos separaría y, lo que es peor, mandaría a la tumba alrededor del globo. Como muchos padres y abuelos, mi mayor pena en medio de este horror es la lejanía de mis seres queridos. Viviendo todos con la ruleta rusa de una muerte que ronda cada uno de nuestros hogares.

Uno trata de distraerse, en mi caso escribiendo y enseñando, para mantener la moral en alto, pero es difícil conseguirlo con el bombardeo diario de malas noticias. Pienso en la de aquel niño de la edad de una de mis nietas, once años, que se suicidó frente al zoom mientras asistía a su clase matinal. Originario de California, como Juliana y Emma, y mentalmente quebrado por el confinamiento, buscó un arma y se quitó la vida, luego de desconectarse de la clase, probablemente preso de la depresión. Recuerdo que al leer la noticia se me encogió el corazón y me comuniqué inmediatamente con mis nietas para ver cómo estaban. La respuesta que recibí fue la foto de una crisálida cuya transición a mariposa prometían reportar. Y ahí pensé que tal vez una de las lecciones de esta pandemia es la de aprender a volver a ese tiempo primordial de los niños para quienes cada momento es fantástico y, por ello, adquiere un valor que nosotros –con nuestros planes a largo plazo– hemos olvidado. Porque, ¿quién a lo largo de este larguísimo confinamiento no ha vuelto a las viejas fotos, a las cartas de los seres amados e incluso a las canciones favoritas para “cazar” ese instante de felicidad que tal vez no supimos apreciar?

En un bello aunque poco difundido texto titulado “Lo perecedero”, Sigmund Freud narró una conversación sobre lo efímero de la belleza, la naturaleza y la vida en general. Ante el pesimismo de su interlocutor frente a un mundo en el que todo era fugaz, Freud opinó que el valor de las cosas y los momentos residía en nuestra capacidad de trascender su temporalidad. El carácter perecedero incrementaba el valor de las experiencias y las volvía preciosas por irrecuperables. La plática entre el poeta con el padre del psicoanálisis tuvo lugar durante el verano de 1914, previo a la Primera Guerra Mundial que, como bien sabemos, se llevó por delante millones de sueños además de vidas humanas. “La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles”, recordaba un muy apenado psiquiatra. Ciertamente, ese nefasto episodio de la historia occidental se llevó, en sus palabras, todo lo amado, mostrando “la caducidad” de mucho de lo que se creía “estable”.

Hace algunos días escuché una notable entrevista a nuestra Susana Baca en la que nos contó episodios de su infancia en Chorrillos bordada de momentos felices, como la construcción en familia de una cometa artesanal. Tarea colectiva e inter generacional que culminaba con el acto de verla volar en el cielo invernal limeño. Su relato nos llevó por los recovecos de su memoria en donde apareció el escabeche que su madre guardaba bajo llave en la vitrina, sus pininos como cantante o el primoroso vestido con el que bailaba en las retretas amenizadas por la Guardia Republicana. “Para siempre está compuesto de ahoras”, escribió Emily Dickinson, y “haz cualquier cosa pero que produzca alegría”, dictaminó el gran Walt Whitman. Volviendo a la eternidad de los momentos que tanto añoramos en estos meses tan aciagos, ojalá que si salimos vivos de esta los valoremos tal como lo hacen Susana y mis adorables nietas. Y que esta prueba nos humanice priorizando lo verdaderamente importante y permanente.