Gonzalo Banda

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir, ahí van los señoríos derechos a se acabar y consumir”, dice la primera parte de la copla de Jorge Manrique. Por más poderoso que sea un imperio, por más apabullante que haya sido su venturosa conquista e influencia cultural, desaparecerá, inevitablemente. Tal vez, los más ambiciosos quieran prolongar su existencia interminablemente, expandiendo sus metas geopolíticas para perdurar. Pero serán sepultados. ¿Cuándo?

En Occidente, quizá la única forma de extinción sea aquella en la que los habitantes de ese territorio, unidos por distintos vínculos, dejen de compartir la aspiración a una vida en común. Cuando el país deje de tender puentes y agigante muros, o cuando los muros sean más gigantes y se renuncie a los puentes. Doscientos años son todavía muy pocos para valorar el futuro de nuestro país. Hay que volver la vista a la historia.

Ese parece haber sido el intento de Paulo Drinot y Alberto Vergara en “” (Planeta y Universidad Pacífico, 2022). Una condena es la antítesis de una bendición, pero es un hecho inevitable. Doscientos años de vida republicana nos encontraron divididos, más que políticamente, socialmente. Enfrentamos quizá uno de los peores enemigos que nos tocó enfrentar, el COVID-19, desde la decadencia. Lo hicimos desnudos, con una dirigencia política que nos había convencido de que era mejor gobernar que representar y que ni siquiera pudo gobernar.

Así, cuando uno transita por los ensayos de McClintock, Vergara, Dargent, Drinot, Rénique, Sobrevilla y Walker, más que acercarse a la desesperanza, se convence de que el siempre fue más posibilidad que problema. ¡Hereje! Los innumerables intentos de construir un mejor país no se condicen con la desesperanza contemporánea. Me refiero a que el escepticisimo que hoy nos visita, no ha sido compartido, históricamente al menos. Desde nuestros primeros e incipientes devaneos republicanos, hubo esfuerzos sinceros y descentralizados por pensar en un proyecto como país, en cumplir la promesa republicana. No siempre tuvieron éxito, pero se intentaron con generosidad, por eso, quizá Sobrevilla habla de que la bonanza de la época del guano, más que de una prosperidad falaz, fue una prosperidad desigual, que no es lo mismo, pero es igual en términos de aumento de los abismos sociales.

Drinot cuestiona la interpretación oficial del periodo entre el gobierno de Leguía y Velasco, retratando los profundos cambios sociales que transformaron al Perú rural en urbano. Un periodo que transitó del centenario al sesquicentenario con presidentes con visiones de un país quizá polémicas, equivocadas o ideologizadas, pero con ánimos de construir un país más allá de un quinquenio. Voluntad de perdurar. Esta utopía desarrollista se encuentra contada en clave de presentación de argumentos y disputas por Dargent, que deja entrever los claroscuros del velasquismo, esa visión del estado gigantesco que intentó la revolución de arriba hacia abajo y quiso relegar a los partidos políticos para luego ser desbordado por las movilizaciones sociales.

Vergara se ocupa de la antinomia que representa el dilema de gobernar o representar. La herencia del fujimorismo y la antipolítica se abren paso en un país que estaba en medio de nuevos abismos sociales y que confiaba en los indicadores económicos y su tecnocracia, donde la voluntad de representación ha sido una eterna aspiración que nunca llegó a echar raíces en nuestros partidos políticos. Casi como una condena anticipada, el Perú de los noventa vuelve a precipitarse por los pecados originales de los momentos de ruptura, pero ya sin representación.

Nos convencimos de que había que entregarse a alguien que pusiera orden y predicara la antipolítica como bandera, pues la vida de los movimientos sociales solo había posibilitado la irrupción de una clase política decadente, que parió tantos esperpentos como la crisis económica de los ochenta, y el nacimiento de la violencia política y el terrorismo. Surge luego el “hortelanismo” como espejismo de una sociedad que invisibilizó sus metástasis al punto de convencerse de que quizá la historia había acabado y había triunfado la democracia liberal en su versión criolla tras la caída de Fujimori y el triunfo de la tecnocracia. Pero nada en el Perú echa raíces y el país antisistema volvió a devorarse al país que se gobernaba desde la calle Choquehuanca con ánimos celebratorios. Y ya saben lo de Marx y el Brumario 18, pasó primero como tragedia, luego como farsa.

Gonzalo Banda es analista político