"Controlemos nuestro ego y su impulso de apretar el botón de compartir. Pensemos a quién podríamos contagiar con datos incorrectos, de los que no estamos 100% seguros. Seamos más empáticos".
"Controlemos nuestro ego y su impulso de apretar el botón de compartir. Pensemos a quién podríamos contagiar con datos incorrectos, de los que no estamos 100% seguros. Seamos más empáticos".
Andrés Calderón

¿Cuánto vale una primicia?

Reconocimiento público, prestigio, fama, un premio, a lo mejor, un Pulitzer. ¿Una vida?

La primicia en tiempos de es una deidad. Importa la noticia, sí, pero más importa ser el primero en contarla.

Por tener la ‘pepa’ o, por lo menos, para no ser el tardón del grupo, muchos comunicadores han resbalado. Han convertido al presidente de Corea del Norte en el hombre más sexy del mundo. Han “matado” a presidentes vivos. Y, más recientemente, han afirmado que el presidente de Brasil estaba infectado con el coronavirus, pese a que dio negativo en dos exámenes.

Esto ocurre desde mucho antes, sí, pero con las redes sociales las primicias han dejado de ser patrimonio de los periodistas, y las metidas de pata también.

Me asombra la fascinación por tener la ultimita. Con seguridad, he caído en el mismo ejercicio de vanidad. La satisfacción de ser quien trae la novedad. Pero en tiempos de coronavirus, me enferma. Felizmente, solo de manera figurativa. A otras personas, lamentablemente, de forma literal.

¿Cuánto te cuesta a ti una primicia falsa?

Quizá pienses que nada. A lo mucho, el único perjuicio que te ocasiona una noticia falsa son los pocos segundos de bochorno al reconocerte presa de un engaño, ¿no?

Pero de repente un amigo tuyo dejó de lavarse las manos porque leyó en algún lado que su grupo sanguíneo era inmune al . Tal vez la esposa de otro amigo, cansada de las , dejó de ver los noticieros y salió a correr sin haberse enterado de que el virus podría quedarse en el aire por unas horas. Posiblemente, un colega tuyo perdió parte de sus ahorros cuando cayó víctima de esos mensajes de textos falsos que le pedían ingresar sus datos a un enlace en Internet. Quizá tus padres ni siquiera intenten contactar al Ministerio de Salud en caso de síntomas porque creyeron esa versión de que se demoran cinco días en entregar los resultados del examen.

¿Sabes si tus primos están discutiendo con sus padres porque estos últimos quieren salir y leyeron por ahí que en Francia sí estaban dejando a las personas pasear en parques durante la cuarentena? ¿Cómo se sentirá tu madre al ver ese gráfico que, sin citar ninguna fuente oficial, muestra que 100.000 personas morirían en el país? ¿Dormirá tranquila esta noche tu abuela luego de escuchar ese audio que dice que van a aislar a todos los adultos mayores?

Quizá tú no creas todas esas noticias falsas. Pero otros sí. Tal vez solo las compartes para que te confirmen si son ciertas o no. Pero tus seres queridos no dudaron ni una sola vez.

Sí, la desinformación es un virus. Se contagia, se esparce rápido, es complicado encontrar el origen, y es muy difícil de curar una vez que ya infectó.

Tú y yo (y disculpe que tutee por esta vez al lector) probablemente no podamos hacer mucho para combatir al coronavirus, pero podríamos evitar que se extienda el virus de la desinformación: No reenviemos todo lo que recibimos, busquemos información en canales oficiales, ‘googleemos’ y corroboremos antes con un medio periodístico serio. Solo toma unos minutos. Controlemos nuestro ego y su impulso de apretar el botón de compartir. Pensemos a quiénes podríamos contagiar con datos incorrectos, de los que no estamos 100% seguros. Seamos más empáticos.

¿Cuántos reaccionaron en el grupo de Whatsapp cuando fuiste el primerito en soltar el número de fallecidos en el Perú? ¿O te respondieron “yala”, como si el número de víctimas fueran figuritas en el álbum? ¿Cuántos likes? ¿Cuántos corazones? ¿Cuántos retuits? ¿Cuántos nuevos seguidores obtuviste?

Cuéntalos. Guárdalos. Ojalá superen el costo que ocasionó tu “primicia”.