/ Alessandro Currarino.
Juan Paredes Castro

La democracia peruana ganada a pulso, todavía incompleta como la república, pero sostenida en un orden constitucional de 20 años, de pronto e increíblemente podría terminar al filo del abismo.

Sus defectos y precariedades, sus males no corregidos, sus vicios y retóricas, pueden por momentos desalentarnos, como ahora. Nada, sin embargo, la hace merecedora del innecesario maltrato destructivo de los últimos tiempos.

Otra cosa es que quienes la administraron o la administran en función de sus intereses personales y apetitos delincuenciales tengan que ser debidamente denunciados y procesados, así como purgados de sus puestos y del beneficio del voto popular, además de enfrentar a la justicia.

No puede decirse que con el orden constitucional vigente los poderes del Estado no puedan garantizar bienestar, gobernabilidad y justicia. Tampoco que no puedan combatir la inseguridad, la corrupción y la impunidad. Nada justifica, por eso mismo, que este orden constitucional tenga que sufrir las consecuencias de la negligencia e incapacidad de quienes fueron elegidos para respetarlo y acatarlo.

Si no hacemos nada por salvar la democracia y sus instituciones gubernamentales, legislativas y judiciales del fuego cruzado entre fujimoristas y antifujimoristas, apristas y antiapristas, caviares y anticaviares, no tendrá que sorprendernos, en dos años más, su caída libre en pleno bicentenario de la independencia.

No podemos volver a movernos el resto del siglo entre ciclos democráticos breves y ciclos autoritarios prolongados, como si no hubiéramos aprendido la lección de todas las décadas perdidas hasta hoy.

Que el fujimorismo y el aprismo parlamentarios resulten intolerables para el presidente y hagan aparentemente insalvable su relación con el , puede, como estamos viendo, generar una honda crisis política. Pero acaso el Gobierno y el Congreso, con todos sus mejores liderazgos y cuadros, están privados de inteligencia, imaginación, don de gentes y mínima disposición al diálogo y a la negociación, para hacer que quien pague los platos rotos de esta ineptitud política sea el sistema democrático y no quienes debieran hacerse responsables de sus juramentaciones y compromisos.

Claro que hay un sector de la vieja izquierda que quisiera que el orden constitucional, y sobre todo el modelo económico, volaran por los aires al primer apretón de clavijas de un eventual poder autoritario.

Entre la impaciencia por confrontar del presidente Vizcarra y la mayoría fujimorista del Congreso, tiene que haber más de una fuerza de diálogo y transacción que infunda serenidad y aproxime intereses y concesiones por un acuerdo que de alguna manera rompa el entrampamiento actual.

Cuando éramos menos que aprendices de democracia y nadie era capaz de ponerse por encima de las intransigencias de uno y otro lado, todo se zanjaba con un urgente llamado a los cuarteles, hasta que, gracias a Dios, los cuarteles entendieron, so pena de cárcel, que no podrán ser ejecutores ni marionetas de una nueva ruptura del orden constitucional.

Bien haría el presidente Vizcarra por legarnos una real y consistente cruzada anticorrupción de la que apenas conocemos sus precarios cimientos, y en librar a la democracia de las fauces de una confrontación radical que él debiera tener la habilidad de sofocarla, desde su condición de jefe de Estado, en lugar de propiciarla.

Es una cruel ironía que el presidente Vizcarra no haya podido ponerle el segundo piso a lo que hizo el gobernador Vizcarra por la educación, la infraestructura y la minería de Moquegua; ni a lo que hizo el ministro Vizcarra en el sector Transportes y Comunicaciones en materia de infraestructura vial y aeroportuaria; ni a lo que se comprometió constitucionalmente el vicepresidente Vizcarra antes de jurar como jefe de Estado. No le ha puesto segundo piso a nada de lo que ha pasado por sus manos.

Su gobierno está a la espera de un reenfoque profundo. Los demás poderes necesitan rescatar sus autonomías plenas de la recurrente injerencia presidencial, y el país reclama la serenidad y el sentido de futuro que los usos del poder desequilibrado tienden a quitarles.