"Ningún dictador quiere que la población lea libros o periódicos independientes, tenga una educación y un pensamiento crítico" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"Ningún dictador quiere que la población lea libros o periódicos independientes, tenga una educación y un pensamiento crítico" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Alonso Cueto

Esta ha sido una semana reveladora después de todo. Primero, dos señoras lanzaron sus invectivas contra la librería Book Vivant, ubicada en San Isidro, por vender el libro de “Imaginemos un Perú mejor… y hagámoslo realidad” (Planeta). Las autoras afirmaron, entre otras barbaridades: “Cómo es posible, es indignante, que, en San Isidro, en la mejor calle de San Isidro, voten por Castillo, […] reciban a Francisco Sagasti como si fuera un rey”. El dueño de la librería las confrontó con paciencia y comprensión. Pero luego apareció una amenaza: “Dile al dueño que más le vale que no me lo encuentre acá sentado tomando café en el Pan de la Chola. Que se vaya a tomar café a Chota”.

Por otro lado, el lunes pasado, un grupo de degenerados interrumpió y frustró el diálogo entre Sagasti y Santiago Roncagliolo en el local Primera Parada de Barranco. Los revoltosos, con toda suerte de muecas y muñecos grotescos, se apostaron en las entradas al lugar. Una camioneta 4x4 daba vueltas con la voz de Paquita la del Barrio emitiendo la canción “Rata de dos patas”. Había acusaciones contra Sagasti por genocida (vaya con el delirio sanguinario de esta gente). El expresidente les contestó en voz alta mientras ellos seguían con sus contorsiones. El valiente mensaje de Sagasti era evidente: los que estamos al centro somos más. En realidad, los revoltosos de esa noche no eran más de 30 o 40, pero estaban organizados y hacían ruido.

No es la primera vez que ocurre algo así. Hace unos años, durante la presentación del estupendo libro “Profetas del odio” de Gonzalo Portocarrero un grupo de miembros del Movadef irrumpió en la presentación dando gritos y vivas al ‘presidente Gonzalo’. El subsecretario de la organización, abogado de Abimael Guzmán, acusó a Portocarrero de ser “lacayo del imperialismo”. También dijo que era “un intelectual burgués y un rabioso anticomunista”.

Otro ejemplo es lo que ocurrió en la presentación del libro “Llámalo amor, si quieres”, de Antonio Angulo Daneri, la noche del 24 de enero del 2005, en la feria del libro de Trujillo. Un grupo de manifestantes apristas enardecidos interrumpió la presentación en protesta por la revelación de aspectos de la vida íntima de Haya de la Torre que se consignan en el libro. Estuve allí, entre el público, como también en la presentación del libro de Portocarrero, y vi todo de lo que son capaces unas mentes exaltadas y rostros rabiosos, donde todo rastro de humanidad ha desaparecido. Esa noche, los manifestantes apristas tiraron huevos a los que estaban en la mesa. Hubieran podido ser piedras o balas. Angulo recibió luego las disculpas de la vicepresidenta de la región, Eufrosina Santa María.

Las historias de violencia contra los libros podrían continuar. Es lo normal en tiempos de exaltación. No hay un mejor antídoto para el fanatismo que la . Es por eso que las dictaduras de todo tipo, las de extrema derecha o extrema izquierda, la suprimen o regulan. Lo mismo puede decirse de la persecución a periodistas peruanos en los últimos tiempos, algo que acaba de ser resaltado en un informe de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Ningún dictador quiere que la población lea libros o periódicos independientes, tenga una educación y un pensamiento crítico. Leer, enterarse, abrir caminos para la razón y la imaginación es un acto de rebeldía contra las mentes de piedra. La extrema derecha y la extrema izquierda no coinciden en sus ideologías, pero sí en algo esencial: el odio a la educación y a las palabras. En esa guerra contra la violencia, los periódicos y los libros son trincheras. Los gritos pasan, pero las palabras van a prevalecer.