(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Dos factores responden, a nivel histórico y global, al desarrollo sostenido de las naciones: la calidad de sus instituciones y sus niveles de productividad. No hay país desarrollado que carezca de altas dosis de una y otra, ni país que evada las mejoras sistemáticas cuando ambas variables mejoran. Sí, un país puede crecer, incluso a tasas elevadas, por pequeñas ganancias en una u otra, pero ello no garantiza el desarrollo sostenido; léase, ir más allá de la tasa de crecimiento promedio y por un plazo limitado.

El Perú es un ejemplo de esto último. Nuestros problemas no se agotan en el plano teórico de la precariedad institucional y de nuestra bajísima productividad –11% comparada con la norteamericana–, pero las consecuencias de estas dos deficiencias son palmarias en lo cotidiano: alta informalidad, servicios públicos de baja calidad, infraestructura deficiente e insuficiente, entre otras.

Hoy que escuchamos tantas ofertas de ‘formalización’, habría que exigir a nuestras autoridades un poco más de realismo y pragmatismo. La idea de formalizar por leyes y la fuerza ha probado, una y otra vez, estar desconectada de nuestra realidad. Si de razones se trata, basta un simple análisis costo-beneficio para entenderlo.

Solo para tener clara la magnitud del problema. El 94,7% de las empresas en el Perú son microempresas, unidades productivas que cuentan con menos de 10 trabajadores y no superan las 150 UIT de ventas anuales. Son casi dos millones de microempresas en el Perú, que ocupan al 72,2% de nuestra PEA. Pues bien, estas empresas son además las más informales (89%) y las menos productivas (6% comparadas con las grandes empresas). Para entenderlo mejor: se necesitan 17 trabajadores de una microempresa para igualar la productividad de un trabajador de una gran empresa; en México, una economía muy parecida a la nuestra, se necesitan 6 trabajadores, y el promedio de las economías desarrolladas (OCDE) es 1,75 trabajadores.

Nuestros problemas de baja productividad y alta informalidad van de la mano, y es necesario entenderlos así y no como hechos aislados. Estas empresas son informales, en gran medida, porque no cuentan con la productividad mínima para formalizarse. Por la vía de las leyes, regulaciones y la fuerza, entonces, no vamos a formalizar a muchos: porque ni las leyes ni las regulaciones ni la fuerza pueden mejorar la productividad de esas empresas. Una empresa de tan baja productividad sirve como mecanismo de subsistencia de unos pocos, pero no es lo suficientemente rentable como para sostener una arquitectura empresarial formal, que incluye una serie de costos directos e indirectos que no benefician al microempresario.

No estamos, por supuesto, justificando la evasión tributaria y la informalidad, que a fin de cuentas es el incumplimiento de normas, sino tratando de entender el problema de fondo. Y si en el fondo el problema es uno de productividad, pues eso es lo que tal vez deberíamos atacar en primer lugar: si estas unidades productivas mejoran su productividad, la escala de sus negocios facilitará (y en otros casos obligará a) la formalización de las mismas. La otra forma es reduciendo los costos asociados a la decisión: si la ‘formalización’ es una decisión que pasa por un análisis costo-beneficio, el incremento de la producción acorta el plazo de la misma.

Formalizar debe ser un objetivo del gobierno; es en las rutas donde estará el éxito o fracaso de la iniciativa.