Federico Salazar

El país quebró su continuidad constitucional el 30 de setiembre pasado. Hasta entonces, los cambios en la Constitución se hacían según las reglas de la Constitución. Desde el 30 de setiembre eso ya no es así.

El gobierno buscó la forma de disolver el Congreso. Trató de sacarse ese fardo de la espalda, buscando que este le negara la confianza.

El gobierno no logró que se le negara la confianza. No hay voto que se pueda mostrar, ni siquiera existe el oficio que manda la ley.

“El resultado de la votación (de la cuestión de confianza) será comunicado de inmediato al presidente de la República, mediante oficio firmado por el presidente del Congreso y uno de los vicepresidentes” (último párrafo del art. 82 del reglamento del Congreso).

Ese oficio, que expresa el voto sobre la confianza, no existe.

Esto es la ley. Vizcarra disolvió, no por la ley, sino por su propia y única voluntad. Por eso, él mismo tuvo que hablar de “denegación fáctica”, que no figura en la Constitución ni en ninguna ley.

Vizcarra eliminó a un poder del Estado por esta vía. Su interpretación sustituyó a lo que dice expresamente la ley.

Pedro Olaechea, en nombre del Congreso disuelto, planteó una demanda ante el Tribunal Constitucional.

Tratando de que el caso no llegara al TC, Vizcarra acusó al presidente del Congreso disuelto de usurpar funciones. Lo que hizo, dijo, “tiene un nombre absolutamente claro: usurpación de cargo y funciones”.

El delito de usurpación de funciones tiene pena de prisión “no menor de cuatro ni mayor de siete años”.

Pedro Olaechea preside la Comisión Permanente solo por ser presidente del Congreso. ¿Cómo puede hablarse de usurpación?

El mandatario quiere darle al Congreso la condición de cadáver. Los cadáveres no hablan, no reclaman derechos, no plantean conflictos de competencias.

En la justicia se suele sostener que, si no hay cadáver, no hay delito. Por eso vemos, algunas veces, quema de restos mortales. Si tienes éxito en hacer desaparecer al occiso, difícilmente se pruebe tu responsabilidad.

Parece que Vizcarra quisiera trasladar a la política este principio: “Acabé con el Congreso, por eso no puede plantear demanda competencial”.

¡Si justamente se disputa la forma en que hizo la disolución! ¡Si precisamente el ex Congreso quiere decir: “Me disolvieron ilegalmente”!

Frente a ello, la teoría del Ejecutivo es: “Los cadáveres no hablan”.

No se puede consagrar este principio. De aceptarse, consagramos el reino de la arbitrariedad: yo interpreto, yo disuelvo, yo te niego derecho a demanda, yo te juzgo y yo te cierro (y, si puedo, te encierro).

El Tribunal Constitucional tendrá que resolver el problema de la admisión de la demanda. El Código Procesal Constitucional dice que las demandas deben ser presentadas por el titular y, tratándose de entidades colegiadas, debe haber aprobación del respectivo pleno (art. 109).

El TC, por tanto, tendrá que enfrentarse al dilema del cadáver. Sin embargo, también debe defender la Constitución y los derechos fundamentales.

Un desaparecido no es un cadáver, y por eso no siempre se cumple el dicho “No hay cadáver, no hay delito”. Hay procesos judiciales, además, donde puede haber evidencia plena de la comisión del asesinato sin que aparezca el cadáver.

En este caso de liquidación de la separación de poderes, el TC debe obrar como defensor de la Constitución. Como dice el propio código citado, debe “adecuar la exigencia de las formalidades previstas… al logro de los fines de los procesos constitucionales” (art. III).

El código parte del supuesto de dirimir competencias puntuales. Nunca se puso en el caso de tener que dirimir en un conflicto de competencias en que un poder le niega la existencia a otro y liquida, de paso, su posibilidad de defenderse constitucionalmente.

Imaginemos que la Corte Suprema hubiera sido disuelta. Su titular no podría presentar una demanda porque la sala no podría reunirse. ¿Cancelaríamos la separación de poderes y daríamos poderes absolutos a una sola persona?

¿Se siguió el proceso legal para disolver el Congreso o no? Eso es lo que debe resolver el tribunal. Las leyes o la voluntad de uno solo.