Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza
Diego Macera

Mi sección favorita en los diarios siempre ha sido las columnas de opinión. Ausentes de interpretación, análisis y hasta contexto ideológico, los hechos de coyuntura, las cifras, las noticias, son narrativas que se sienten vacías, como esperando que las llenen de significado. En esa dinámica, obviamente los opinólogos –los eventuales, los regulares y los profesionales– juegan un rol fundamental.

Pero la opinología tiene sus propios problemas. Entre ellos, quizá el más agudo sea la sobrestimada sensación de seguridad y confianza con la que quienes emiten su opinión en medios revisten sus enunciados. Un claro ejemplo de esto han sido los comentarios a propósito de las mociones de censura presentadas contra los ministros de este gobierno. Algunas personas razonables y que normalmente comulgan con el actual Ejecutivo estaban seguras de que lo único que le quedaba al presidente Kuczynski ante la amenaza de censura contra el ex ministro Jaime Saavedra era presentar la cuestión de confianza. De lo contrario, aseguraban, no habría gobernabilidad en los siguientes años. Otros, también más cercanos al gobierno que a la oposición, discrepaban firmemente, pues “a todas luces” era mejor tratar de llevar la fiesta en paz.

Pasados los meses, y ya con Saavedra afuera, la situación se repetía: para varios, era obvio que el ex primer ministro Fernando Zavala debía hacer uso de la cuestión de confianza, mientras que en el mismo equipo había voces que vaticinaban que ello llevaría a una inexorable escalada en la guerra entre poderes del Estado, y que había que ser un necio para impulsar tal despropósito. Debates, por ejemplo, sobre la idoneidad de Mercedes Araóz para la Presidencia del Consejo de Ministros o sobre la ‘ley antitránsfugas’ sacan lo mismo de los opinólogos: una seguridad en sus enunciados y pronósticos como de quien resuelve un problema aritmético de segundo de primaria.

El punto aquí no es quién tiene razón y quién no. Tampoco soslayar el obvio hecho de que personas razonables pueden estar en desacuerdo. El punto es resaltar la certeza con la que ciertas opiniones se emiten cuando la política es todo menos cierta. El presidente, por ejemplo, quizá debió invocar la confianza con el affaire Saavedra, pero quizá no: había buenos argumentos para ambos lados y tampoco se trata de ser general después de la batalla. La política no es química ni física. Sus decisiones se toman en contextos oscuros, con poca información, innumerables variables, y sus resultados no siguen las leyes de la naturaleza ni de la historia.

El problema es que, en el contexto de incentivos de la ‘opinología’, admitir matices, puntos en contra, medias tablas o, Dios nos libre, ignorancia sobre el futuro, es mal visto. Se premian el arrojo, la dureza y hasta la irresponsabilidad. Se castigan la mesura, el balance y la cautela. A veces, para los opinólogos –entre quienes al escribir esta columna me incluyo–, admitir áreas grises y dudas es ceder espacio al enemigo de turno.

Lo cierto es que la realidad no viene en blanco y negro, con manual de instrucciones y garantía de uso. Forzarla a este molde es quitarle su riqueza y, en cierto modo, también lo que la hace interesante para opinar en primer lugar. En este marco perdemos todos. Mientras los opinólogos reafirmamos –consciente o inconscientemente– nuestras posiciones parcializadas, seguras y grandilocuentes en contextos en los que podríamos ejercer más humildad, los lectores, radioescuchas o televidentes se llevan una imagen distorsionada de una realidad que se mueve de forma más parecida a un cruce de la avenida Abancay que al predecible reloj suizo que les queremos vender.