(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

¿Cómo explicar que un hombre de considerable fortuna personal y de una larga –aunque discontinua– trayectoria política aspirase, a los 77 años, a la Presidencia de la República? Varias razones compiten por ser parte de una fórmula que nos haga comprender esta particularidad.

Algunos dirán que seguía el modelo de su padre, un médico polaco-alemán que, huyendo de la persecución nazi de los judíos, y en la mejor tradición socialista, vino a dar a la Amazonía peruana. Allí se concentraría en aliviar el dolor de los leprosos pero también en entender los procesos sociales que hacían tan vulnerables a los peruanos menos favorecidos.

En el mismo sentido, se puede citar el ejemplo de su madre, profesora de Literatura y amante de la música, que sembró en su hijo una pasión por este arte que lo llevó a las puertas de decidirse por una carrera como músico profesional. Por miedo a la incertidumbre económica asociada a la condición de artista, prefirió una profesión que lo enfilara hacia los logros materiales y la seguridad económica. Pero es muy probable que la influencia de los padres estuviera presente en sus recurrentes incursiones en la política, impulsándolo a ayudar a los demás.

Otros enfatizarán el gusto por el dinero, la motivación económica. PPK podría haber lucrado desde muy joven con decisiones políticas que estaban a su alcance tomar. Como podría ser el caso, cuando era gerente del Banco Central de Reserva, de autorizar la compra de dólares a una compañía como la International Petroleum Company que no tenía ese derecho pues había sido expropiada por el gobierno del general Velasco en 1968.

También es muy significativo que dedicara su vida profesional a las finanzas. Esta puede ser una profesión muy lucrativa en función al encanto y simpatía que se desplieguen, así como a las relaciones que se logren cristalizar.

Una tercera razón se refiere al deseo de reconocimiento. Es decir, al deseo de gloria, de verse a sí mismo como el salvador de una sociedad tan precaria como la peruana que aún aguarda una consolidación definitiva (a la que se llegaría a partir del liderazgo de una persona extraordinaria a la que se le construirán monumentos para fijar un recuerdo que aspira a ser perpetuo).

Finalmente, es claro que estas razones no tienen por qué excluirse entre sí. Tener éxito profesional, acumular una fortuna, poseer poder político y gozar de fama y prestigio son objetivos legítimos aunque difíciles de conciliar. Es posible también que el ansia por dinero que no necesitaba lo haya llevado por el mal camino de cobrar por concesiones y favores a empresas que a cambio reclaman sobrepagos que representan robos al Estado que pertenece a todos los peruanos.

De ser así, PPK se revelaría como uno de tantos peruanos que carecen de frenos morales y que se dejan llevar por la ansiedad de tener más dinero, poder o fama. Y muchos habíamos visto en Kuczynski una suerte de reserva moral, pues creíamos que inauguraría un modo de gobierno hacendoso y honrado.

La corrupción, que muchos quisiéramos pensar como una excepción, ha sido en estos últimos años el modo de operación de muchos gobiernos, incluyendo regionales y municipales. El problema de fondo está, pues, en nuestra cultura y en nuestra sociedad, que no logran canalizar la vitalidad de la gente por los caminos de la honradez y la eficacia hacia el progreso y la justicia. Del otro lado tenemos una sociedad donde hay demasiada gente impulsiva, que no ha interiorizado la autocontención, que carece de ejemplos que representen un modelo de humanidad.

En el Perú la corrupción es un mal atávico. Pero en los últimos años se ha intensificado y ‘democratizado’, pues ahora ya no está restringida únicamente a los poderosos. El mal ejemplo ha cundido.

Para terminar de una manera optimista, podemos decir que estamos tocando fondo, pues ningún otro país de América Latina tiene a tantos presidentes envueltos en procesos legales: uno condenado, uno en prisión preventiva, uno prófugo y dos bajo investigación fiscal. Pero la vigencia del fujimorismo pone en cuestión cualquier optimismo, por moderado que sea.