(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
César Azabache

En la segunda mitad de los años 90, el régimen de Fujimori decidió experimentar con un traspaso de las normas que había empleado para el terrorismo hacia la criminalidad organizada violenta, la de secuestros y extorsiones. Por supuesto, como ocurre casi siempre entre nosotros, lo primero que se hizo fue elevar el tiempo posible de prisión hasta la cadena perpetua.

En alguna reunión de evaluación de las medidas adoptadas, un profesor de derecho preguntó cómo pensaba el gobierno evitar que un criminal de 40 años de edad, condenado a prisión perpetua, se dedique a organizar motines, a matar más personas por encargo o a montar nuevas organizaciones desde su reclusión permanente. Quien fuera condenado en estas condiciones no tendría ya nada que perder. Por supuesto, no hubo respuesta alguna. La medida había sido aprobada pensando en el mensaje que recibirían los electores y en el modo en que ese mensaje confirmaría la falsa legitimidad adquirida por el emisor, no en las consecuencias prácticas de la medida.

Las condenas a prisión contienen la forma de castigo más extrema tolerada socialmente. Sin duda, los efectos erosivos de su némesis, la impunidad, hacen que las condenas judiciales deban ser estimadas como un recurso importante. Pero como todo recurso, las condenas producen consecuencias útiles si se las administra con equilibrio. Los excesos producen efectos colaterales y regresivos a partir de cierto punto que no se debe traspasar.

Abro estas líneas con estas referencias, pero no quiero hablar sobre castigos judiciales. Hay diferentes formas de castigo y las reglas sobre equilibrio, desequilibrio y efectos colaterales o regresivos pueden emplearse para estudiar cualquiera de ellas. El castigo se pretende siempre legítimo ante un evento que se reconoce o etiqueta como desvalorado. Los accidentes derivados de su uso son siempre semejantes.

Aterrizo: Todo el lenguaje instalado entre nosotros desde el discurso presidencial de julio del 2018 sobre justicia y política ha sido impregnado por la semántica del castigo. Y ha generado como consecuencia una serie sostenida de maniobras reactivas que intentan eludir esos castigos. No hemos logrado superar esta dinámica, que es útil para evitar cosas que no deberían ocurrir, pero no genera por sí misma puntos de acuerdo básico sobre las cosas que sí deberíamos hacer colectivamente.

La semántica del castigo no origina debates sobre políticas públicas. La generación espontánea no ocurre en estos ámbitos. Y sostener la semántica del castigo produce, también en este plano, resultados regresivos si se pierde el equilibrio.

El Consejo Nacional de la Magistratura terminó acunando a una mafia, de modo que tenía que irse. Estamos molestos con la forma en que la mayoría del ha abordado las últimas crisis institucionales, de modo que prohibimos que nuestros representantes sean elegidos. Los hemos castigado intuitivamente y probablemente sintamos que ese castigo era más que merecido. Pero no estoy seguro de que hayamos medido las consecuencias del modo en que hemos hecho las cosas. La reforma de la justicia ha quedado entre nosotros reducida a la cuestión sobre la elección de nuevos magistrados. Y la prohibición de reelección ha provocado un Congreso desenganchado de cualquier debate sobre el futuro inmediato del país.

A falta de un espacio articulado de verdadera discusión de políticas públicas, en justicia nos hemos quedado atrapados en una sola acción: instalar la Junta Nacional de Justicia. Abandonamos líneas de mayor impacto institucional como reorganizar la Academia de la Magistratura, crear una academia autónoma para los fiscales o modificar el mapa de juzgados para mejorar la relación de la ciudadanía y los jueces. Mientras, seguimos discutiendo cómo castigar más culpables.

El único intento por dar el salto desde la semántica del castigo a un lenguaje propositivo ha sido el lanzamiento de las propuestas de la comisión Tuesta para la reforma política. Pero el esfuerzo acaba de ser devorado por la dinámica perversa en que estamos atrapados. En lugar de comenzar por cuestiones afirmativas, como la cuestión sobre las firmas y la militancia de los partidos, los debates en el Congreso comenzaron con la cuestión sobre la inmunidad. Pésima elección. La cuestión sobre la inmunidad abre el paso a una segunda forma de castigo a los congresistas por su mal desempeño, después de la prohibición de reelección. Al optar por esta vía la dinámica del castigo ha quedado reimplantada de manera dramática en la agenda. El resultado: la desestimación del proyecto del Ejecutivo sin mayor debate y un Ejecutivo empeñado en reinstalar el lenguaje de julio del 2018.

No vayamos por favor a imaginar otro referéndum.

Desesperanza o indefensión aprendida. Son construcciones que se emplean en la psicología para describir la manera en que las personas pueden adaptarse a la frustración y resignarse a la pasiva contemplación de un desastre colectivo. Profecía autocumplida. Esa es una construcción más intensa. Supone que nuestra pasividad es capaz de provocar ese desastre.