(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
Alonso Cueto

Recuerdo los tiempos en los que la palabra ‘revolución’ era vista como una virtud para los muchos que se consideraban “revolucionarios”. Durante los años sesenta y quizá aún a inicios de la década siguiente, muchos jóvenes medían el universo a través de la naturaleza revolucionaria de cada una de sus partes. Solo los revolucionarios podían ser inocentes y la revolución (en especial la revolución cubana) era la vara con la que se medían los actos del mundo. Todo debía someterse a su medida, incluso las artes. Recuerdo haber leído que “Cien años de soledad” era una novela “contrarrevolucionaria” porque no presentaba las luchas del pueblo. El ideal revolucionario era tan inapelable que muchos entregaron su vida y también su muerte al altar de una ideología considerada definitiva. Los medios justificaban los fines y era el fin de la historia. Algún día todos íbamos a vivir en una sociedad sin clases. Ya Mariátegui lo había prefigurado, según decían.

Las desgracias de la revolución cubana, de la dictadura militar del general Velasco y de los movimientos terroristas se encargaron de acabar con el prestigio de la palabra. Finalmente, la ironía se apoderó de su significado. La revolución de , un episodio central de esa década, pareció la rebelión de un grupo de jóvenes idealistas y puros. Pero hoy día el humor lo relativiza todo. En alguna historia de Alfredo Bryce se encuentra que por entonces una joven francesa eran tan apasionadamente revolucionaria que solo se podía enamorar de proletarios (tenía una libido ideológica). En la presentación de las memorias de Bryce, hace no mucho, el filósofo Federico Camino, en una intervención brillante, contaba que en una ocasión se encontró con Hugo Blanco acompañado por una militante revolucionaria, de baja estatura. Fue entonces cuando le dijo que su acompañante “no era una militante de base sino una base de militante”, lo que no hizo reír a su interlocutor. A propósito del humor, hace un tiempo un colega suyo en la Universidad de Arequipa me dijo que consideraba a como el hombre con menos sentido del humor que había visto. No es de extrañar que en el Perú, donde el humor es uno de los ingredientes con el que se procesa el mundo, movimientos tan radicales no llegaran a las verdaderas mayorías.

La palabra ‘revolución’ (que viene del latín ‘una vuelta’) se ha desprestigiado, pero la palabra ‘reforma’ la ha reemplazado. No queremos un cambio radical pero seguimos queriendo y necesitando un cambio. Después de unos años de marasmo, la gente es capaz de salir a protestar, desde hasta Lima, por algo que afecta a su comunidad. Las ideologías han decaído pero el espíritu de protesta sigue presente.

En su estupenda y reciente novela “Adiós a la revolución”, Francisco Ángeles cuenta la historia de Emilio, un peruano que enseña en una universidad norteamericana. En la primera línea del libro, Emilio afirma frente a su alumna Sophia que “toda revolución política es en el fondo una revolución sexual”. La novela va a desarrollar una historia de encuentros y separaciones entre ambos. Al final, cuando Sophia se une a la guerrilla zapatista y Emilio va a buscarla al sur de México, prevalece la revolución del amor, por sobre todas las otras.
El espíritu de protesta es un instinto y tiene muchas vertientes. Nunca desaparece del todo. El conformismo, la resignación, o la costumbre, también son instintos humanos. Nos movemos entre unos y otros. Pero tanto el mundo como nuestro país nos hacen rebelarnos todos los días, y mucho, en nuestra necesidad por vivir con algo de justicia.