(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

El fútbol ha sido responsable de enormes alegrías y también de enormes tristezas, aunque en los últimos 36 años sea difícil resumir en una sola oración las múltiples sensaciones que despertaba en los peruanos nuestra ausencia en un campeonato mundial. Si pretendiéramos buscarla, tendríamos que incluir necesariamente palabras como dolor, resignación, fracaso.

Cada vez que se iniciaba una ronda eliminatoria, se oía aquel eterno retorno que representaba la repetición de acontecimientos. Renacía la esperanza para ser devorada luego por el empate con sabor a triunfo, la derrota con el casi empate, el jugamos como nunca y perdimos como siempre, el matemáticamente posible que incluía sinuosas sumas y restas y cuyo resultado era invariablemente la frustración.

Si nos confesáramos creyentes de sortilegios o cualquier superchería, podríamos pensar que una maldición había sido lanzada para apartarnos de dicha justa deportiva sin asumir nunca que detrás de nuestra marginación podría estar la propia incapacidad para ser superiores a los rivales y conseguir los puntos necesarios para clasificar. Todos eran culpables, menos nosotros.

Hoy, sin embargo, la maldición –si ella existió alguna vez– se esfumó, y millones de nosotros estamos siendo partícipes de un hecho singular en nuestras vidas: las infancias y juventudes que dejamos atrás se unirán con el presente, como si se tratase de una película desvaída, interrumpida de pronto y que volvemos a retomar con colores más vívidos, pletóricos de entusiasmo.

, , , , , y el resto del equipo son los artífices de ese hecho congelado en el tiempo y que permanecía atascado en nuestras gargantas desde aquel fatídico 22 de junio de 1982, en el estadio Riazor de La Coruña, cuando Polonia sepultó pronósticos y colocó en el arco de Ramón Quiroga cinco veces el balón en pocos y tortuosos minutos, para dejar el marcador 5-1 a favor de los europeos.

Quienes hemos visto jugar en vivo o a través de la televisión a nuestro país en tres de los cuatro campeonatos mundiales en los que la selección ha participado (hasta hoy), padecimos el trauma que representó esa y las sucesivas eliminaciones.

Lo peor quizás no haya sido el resultado catastrófico de ese último partido ante los polacos. Lo peor fue ver cómo el equipo se convertía en un conjunto de individualidades, de jugadores que pisaron la cancha aquel día sin convencimiento, lentos, sin hablarse, que lucían distraídos, desganados, sin la convicción de ir tras una victoria, olvidando por completo que el fútbol se juega con garra y, sobre todo, en equipo.

Adiós a la clasificación a la segunda fase que dábamos por segura. Adiós a una generación de brillantes jugadores nacionales que cerraban sus carreras de forma tan humillante. Adiós al país que no volvería a este torneo después de haber escrito algunas de las páginas más emotivas, hermosas en los años precedentes, que se plantaba de igual ante cualquier adversario y llegó a alcanzar incluso un meritorio séptimo lugar en México 70 y el octavo puesto en Argentina 78.

Los elogios precedentes se tornaron amargos recuerdos después de cumplir esa extenuante gira de preparación antes del Mundial de España, que nos permitió soñar y creernos el cuento de que éramos favoritos a algo, especialmente después de esa mítica victoria por 1-0 que obtuvimos ante la Francia de Michel Platini, nada menos que en el estadio del Parque de los Príncipes de París.

Se ensayaron diversas explicaciones y no pocas justificaciones para tratar de entender el porqué del descalabro, revelándose la existencia de fricciones, celos entre jugadores e inclusive una depresión que le sobrevino al entonces entrenador Elba de Padua Lima, más conocido como Tim. Según dichas versiones, su esposa, cansada de la larga ausencia, habría optado por el divorcio y él se habría enterado de su decisión en pleno viaje.

La pasión muchas veces nos hace olvidar que un resultado en el fútbol es también una tarea de grupo, del concierto de esfuerzos y voluntades, donde influyen muchas, demasiadas variables, al igual que ocurrió en España 82, cuando se realizó la malhadada gira preparatoria por tres continentes, en la que no primó la exigencia deportiva sino el interés de la empresa televisiva que tenía los derechos exclusivos de transmisión por recuperar su inversión e incrementar sus ganancias.

Poco antes de fallecer y durante la serie de entrevistas que le realicé para escribir su biografía, el empresario Genaro Delgado Parker reconocía sentirse culpable por haber insistido tanto en la realización de dichos cotejos y me aseguró que siempre supo que con ellos el equipo llegaría exhausto, sumergido en la sombra, la mediocridad, trastabillando hacia la derrota. Sería tan solo el gran primer paso para acostumbrarnos después al ostracismo futbolístico que sobrevendría inexorable.

Pero en esa época de enormes aciertos, de este grueso error y de los sucesivos radica, quizás, nuestra mayor riqueza ahora que estamos en Rusia 2018: nos permite valorar mejor aquello que estamos viviendo y cuánto nos ha costado alcanzarlo en este país en el que, como dice un comercial de televisión, somos capaces de que lo imposible se torne posible.

Las viejas generaciones de peruanos podrán contarles a sus hijos y nietos que estuvieron presentes en ese pasado y vieron jugar a los grandes y que la vida les está permitiendo también conocer a quienes se encaminan a sucederlos porque han formado un elenco que, a estas alturas, puede jactarse de ostentar un récord adosado ya a la historia deportiva del país: no conocer la derrota durante 15 partidos consecutivos.

El futuro se pinta luminoso, mejor que ese período oscuro que acabamos de abandonar porque disfrutamos de nuevo con jugadores que no se amilanan, que vibran, que luchan, que lloran con la conquista, muchos de ellos tan jóvenes que aún podrán aspirar a una participación en el Mundial de Qatar 2022.

Bienvenida esta nueva etapa del fútbol peruano que no apela al recuerdo de los momentos gloriosos o pervive del lamento de las experiencias negativas de antaño. Que Rusia 2018 sea apenas el preludio del renacimiento del fútbol peruano y se conserve hasta el infinito.