(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Enrique Bernales

Tenía apenas 15 años cuando mi padre, entonces jefe de la Sala de Asesores Jurídicos del Senado, me llevó a una sesión de esa cámara. Mi primera impresión fue de deslumbramiento por la belleza y solemnidad del hemiciclo del Senado.

Al poco rato de iniciada la sesión, el presidente anunció la “estación de pedidos y mociones de orden del día”. Se dio la palabra al senador Raúl Porras Barrenechea, historiador, diplomático y profesor en las universidades San Marcos y Católica.

Por sus primeras palabras, entendí que se trataba de un homenaje a los primeros cronistas de nuestro país. La belleza de la prosa, la perfecta dicción, la elegancia del gesto oratorio y el tema de su disertación los recuerdo como si fuera ayer.

Porras hablaba sobre el “nombre del Perú”. En su texto, había lugar para los paisajes marinos y su contraste con la inmensidad de los desiertos costeños y la misteriosa altivez de las montañas. Ese era el escenario escogido por Porras para insertar los relatos de un Pedro Cieza de León o del Inca Garcilaso de la Vega y muchos cronistas que narraban ese encuentro de aborígenes y extremeños.

El texto del orador era mágico. En síntesis, el senador Porras Barrenechea nos regaló una hermosa lección, tal vez la más bella que he escuchado sobre la identidad histórica del Perú. Pocos años más tarde, Porras sería mi profesor en la Universidad Católica.

Aplaudí con una emoción incontenible y ya de regreso a casa le pregunté a mi padre si siempre se hablaba así “tan bonito” en ese vetusto local. Su respuesta fue “sí, porque el Senado es la continuación de San Marcos; una academia de alta política, compuesta por los principales intelectuales del país”. En aquel momento, no entendí muy bien el mensaje de mi padre, pero sí vislumbré que el Senado era algo muy importante para el Perú.

Ya universitario, me acostumbré a concurrir a las sesiones del Senado y de la Cámara de Diputados, acompañado por amigos que sentíamos que la política era una parte de nuestra formación universitaria. Fue entonces cuando comprendí el mensaje de mi padre: para ser diputado o senador, hay que prepararse, cultivar el conocimiento de las letras y las ciencias, tener una identidad política y, con todo ello, asumir la responsabilidad de representar al pueblo.

Pero también aprendí muy temprano la importancia de la estructura bicameral del Poder Legislativo. Mientras que la Cámara de Diputados era el lugar donde estaba presente el reclamo de la provincia lejana, la necesidad de atender hoy lo que mañana podría ser demasiado tarde (en síntesis, la pasión sana y encendida de alcanzar el bien común), el Senado era la serenidad, la profundidad del conocimiento, la revisión sustantiva de las leyes, la posibilidad de elevar al más alto nivel posible el análisis de los grandes problemas nacionales.

La composición de las cámaras ayudaba a esta armonía de la que surgían buenas leyes. Por su parte, el ciudadano lograba tener una mejor valoración de la importancia que en un sistema democrático tiene el rol eminentemente representativo del Poder Legislativo.

Basta leer el diario de debates del Senado para confirmar la composición de calidad, que tanto en el siglo XIX como en el siglo XX, tuvo esta institución: liberales, conservadores, miembros conspicuos del civilismo, del Partido Demócrata o del leguiismo y, a partir de 1931, apristas, socialistas, descentralistas, rectores en las universidades públicas, académicos y profesionales destacados de las profesiones liberales, prestaron su colaboración para ser senadores. Lo mismo sucedió a partir de los años cincuenta con los más brillantes representantes de Acción Popular, la Democracia Cristiana, el Social Progresismo, el PPC, el pradismo y, en los años ochenta y noventa, Fredemo, Izquierda Unida y Cambio 90.

Fui durante 12 años, de 1980 a 1992, senador de la República. Y doy fe de que en ese período –que fue el último del bicameralismo– el Senado mantuvo una tradición política y académica que garantizaba excelentes debates de análisis e interés para aprobar resoluciones que siempre buscaban el desarrollo del país.

Nada justifica que la Constitución de 1993 eliminara el Senado para optar por un sistema unicameral que contiene deficiencias estructurales que hacen extrañar los tiempos del bicameralismo.

La continuidad democrática es propicia para que renazca el interés por reabrir el Senado (hoy bajo estudio de la Comisión de Constitución). Y alienta que los anticuerpos cedan el paso a un clima de serenidad y análisis crítico que permite estudiar sin acritudes cómo y por qué debiera volverse a tener un sistema bicameral, tan necesario para que el Poder Legislativo vuelva a reposar sobre bases de legitimidad, confianza y cabal representación.

La Comisión de Constitución del Congreso me ha solicitado una opinión técnica sobre la apertura del Senado. He cumplido con enviarla y mi opinión ha sido favorable a la reapertura, pero con una composición y distribución de funciones diferenciadas y al mismo tiempo complementarias. Pero también he propuesto que el estudio sea propicio para que la comisión promueva un debate público organizado para la participación de instituciones que puedan aportar ideas donde esté presente el consenso de la academia y la política.