Iván Alonso

El presidente chileno Gabriel Boric ha propuesto una que, según sus propias palabras, acabará con las . La propuesta no es mala; es pésima. Parecería inspirada en aquella que entre nosotros promovía la excongresista Carmen Omonte. Esperamos, por el bien de los futuros pensionistas, que el Congreso chileno no la apruebe.

La reforma mantendría las cuentas individuales de capitalización, que son la esencia del sistema privado de pensiones, potenciadas, además, por los nuevos aportes que las empresas estarían obligadas a hacer; y la inversión de los fondos de pensiones seguiría a cargo de administradores privados, a los que se sumaría un administrador público para que los afiliados tengan una opción más para elegir. Pero, a diferencia de las AFP, estos administradores no tendrían afiliados. Los afiliados pertenecerían todos a un nuevo sistema gestionado por una nueva entidad pública. La gestión de esta entidad consistiría en llevar el registro de las cuentas individuales y seleccionar a los administradores de inversiones.

El peligro de este esquema, como hemos señalado aquí en anteriores oportunidades, es que el control del proceso de selección de los administradores de inversiones, así sea por concurso público, le da al nuevo gestor del sistema la capacidad de influenciar, a través, por ejemplo, de los términos de referencia del concurso, la composición del portafolio de inversiones en un sentido que podría no ser el que más convenga a los afiliados, sino el que más convenga al poder político. Ese fue, en el Perú, al menos, el gran problema del sistema público de pensiones y la razón por la que fue necesario crear las AFP hace 30 años. Y esa es también, sin duda, la motivación de tantos “reformadores”, que resienten haber perdido el control de valiosos recursos. Quizás en Chile sea diferente.

La motivación declarada del presidente Boric es el aumento de las pensiones. Pero ni la desaparición de las AFP ni la creación de un gestor público son indispensables para eso. Los únicos elementos de su propuesta directamente relacionados con el aumento de las pensiones son la nueva contribución de los empleadores, que llegaría gradualmente al 6% de las remuneraciones, y el aumento de la pensión mínima garantizada.

La contribución de los empleadores, sin embargo, garantiza el aumento de las pensiones para algunos afiliados solamente. La mayor carga laboral reducirá el empleo formal y, por tanto, la continuidad de los aportes de otros afiliados a sus cuentas individuales. Además, como todo economista sabe o debería saber, ninguna contribución o impuesto es pagada íntegramente por la parte nominalmente obligada. Siempre una fracción se traslada a su contraparte; en este caso, a los trabajadores formales, cuyas remuneraciones netas bajarán, al mismo tiempo que suban las remuneraciones brutas pagadas por los empleadores.

En cuanto a la pensión mínima garantizada, todo lo que se necesita para aumentarla es presupuesto. El presidente Boric no lo tiene. Su reforma del sistema de pensiones depende, pues, de una reforma tributaria que también ha presentado al Congreso. Pero, independientemente de lo que pase con esta última, la reforma de pensiones debería ser rechazada por sus propios méritos o, más bien, deméritos.

Iván Alonso es economista