“Tenemos que enseñarles a que no sean como nosotros en muchos aspectos. A que nos critiquen y llamen la atención. A romper con la complacencia”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“Tenemos que enseñarles a que no sean como nosotros en muchos aspectos. A que nos critiquen y llamen la atención. A romper con la complacencia”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Javier Díaz-Albertini

Un villancico clásico nos cuenta la historia imaginaria de un niño tamborilero que se presenta ante el recién nacido Jesús y le regala lo único que tiene: una serenata con su tambor. Quizás menos conocido sea el hecho de que –hasta finales del siglo XIX– niños y adolescentes acompañaban a los ejércitos marcando con el tambor el paso de las tropas que entraban en batalla. El repique también servía para comunicar las órdenes de los oficiales y, en algunos casos, cumplía la función de alentar a los soldados en momentos críticos de la contienda. Solo para tener una idea, en la guerra civil estadounidense (1861-1865) era común que los tamborileros fueran menores de 15 años, incluyendo al combatiente más joven, víctima fatal del conflicto: un chico de apenas 13 años.

No hay forma de que hoy en día podamos defender esta barbaridad, pero sí nos da una idea del valor de los jóvenes cuando se comprometen en una causa. El ejemplo que dan con su arrojo, frecuentemente, lleva a que los mismos adultos dejen de lado su apatía o su cinismo y comiencen a actuar. Es el caso de que –convertida en símbolo de la lucha contra el cambio climático– ha logrado aglutinar a millones de personas alrededor de esta causa. Tal es su éxito que hoy motiva mayor temor entre el ‘establishment’ contaminador que cualquier connotado científico.

Justo reflexionaba sobre la juventud y el cambio social a la luz de la reacción de muchos varones ante la escenificación de “Un violador en tu camino”. La performance –como es sabido– comenzó en Chile y se ha vuelto viral con representaciones en las principales ciudades del mundo. La letra es categórica. Acusa y denuncia la violencia producto del patriarcado: la que se sufre por el simple hecho de nacer mujer; la invisible y la visible; la que lleva a la muerte, desaparición o violación; la que engendra el Estado gracias a la impunidad, la represión y el machismo. Dos coros contienen los mensajes más enérgicos. En el primero, se afirma que no hay justificación para la violencia, sin importar por dónde se transita o cómo se vista una mujer. En el segundo, la letra señala directamente a la audiencia y acusa: “el violador eres tú”.

Esta parte de la escenificación es la que causa mayor incomodidad. Muchos varones protestan afirmando “yo no soy violador”. Bueno, tienen razón en sentido estricto, ya que la mayoría no comete este delito tal cual está tipificado en la ley. Pero esta interpretación literal desvirtúa todo el sentido de la demanda que se ha hecho global. Somos parte de una estructura que es injusta, vejatoria y agresiva –a veces hasta la muerte– contra las mujeres. Y no hay vuelta que darle: en nuestro día a día permitimos que la cultura que da vida a este sistema se reproduzca.

Trabajamos junto con mujeres que ganan menos, a pesar de tener igual o mayores méritos. Somos testigos de comentarios ofensivos (“piropos”) y no hacemos nada. Seguimos diferenciando regalos (muñecas-pistolas), carreras (enfermeras-doctores), actitudes (dóciles-duros), comportamientos (jugadora-casanova). Denigramos lo que hacen, dicen, expresan y gritan al mundo. Sí, pues, en forma directa e indirecta somos violadores de sus derechos.

Se calcula que, al ritmo que vamos, recién cuando pasen de 100 a 200 años se logrará la igualdad de género. ¡Entre cinco y diez generaciones! Por ende, es más que evidente que los cambios no ocurrirán “naturalmente”, sino que ameritan un esfuerzo consciente, continuo y cotidiano.

Según la hipótesis de la socialización, los valores básicos de una persona tienden a consolidarse en la adultez y se construyen sobre la base de las condiciones prevalecientes durante los años previos. Los cambios valorativos no son inmediatos. En otras palabras, estamos ahora consolidando los valores que tendrán nuestras hijas y nietas en su adultez.

Y de ahí que nazca un tremendo reto que no nos es nada fácil. Tenemos que enseñarles a que no sean como nosotros en muchos aspectos. A que nos critiquen y llamen la atención. A romper con la complacencia de que “la sociedad es mala, no yo”. Sí, pues, debemos formar niñas y niños tamborileros que nos marquen el paso hacia la igualdad.