La última vez de Leonardo, por Renato Cisneros
La última vez de Leonardo, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Bastaba con que el Chino Leonardo se cuadrara bajo el arco rival para que el partido, sin haber empezado, ya se nos pusiera cuesta arriba. Corpulento, macizo y de veloces reflejos, el Chino patentó unas atajadas arácnidas que nos aguaron continuamente la fiesta en las legendarias pichangas del barrio.

No solo eso; más de una vez, cuando veía que su equipo se complicaba la vida, se hinchaba de confianza, abandonaba su área, cruzaba la media cancha, llegaba hasta nuestra portería y de un puntazo nos humillaba clavándonos un gol que luego celebraba con euforia infantil.

Yo lo conocí allí, en esas reyertas dominicales que vivíamos como futbolistas de profesión, como si el pelado Parque del Monumento fuera nuestro San Siro, y nosotros –escuincles que vagábamos por las calles de Laredo y Pomalca– fuésemos los eternos finalistas de la Champions de Monterrico.

Poco después supe que el Chino destacaba tanto con los guantes como sin ellos. Lo comprobé la noche en que lo vi coger su guitarra arriba del escenario de un local miraflorino que todos conocían como ‘Sargentito’, donde se presentó con Lapsus, su banda noventera. El Chino, lo recuerdo, tomó el bajo entre las manos con la seriedad y respeto con que un samurái toma su espada y, sin poses ni aspavientos, entró en una especie de trance.

Rodeado de rockeros, de hinchas de Cristal (su equipo favorito) y de unos vecinos con oscuras aficiones nocturnas, cualquiera pensaría que el Chino cedía fácilmente a la tentación de la bohemia, pero no. Nunca, ni antes ni después de un concierto o una pichanga, se sentó a compartir una cerveza, menos un cigarro, ni qué decir un porro. No tomaba, no fumaba y últimamente hasta había dejado de comer en exceso. Su metodismo oriental, sus viejos rituales de campeón de natación y su fi el catolicismo (sus dos ceremonias de domingo eran el fulbito y la misa), le impedían hacer suyos los hábitos tóxicos de la caterva del barrio.

Fue precisamente gracias a esa disciplina que brilló más que ninguno en los estudios. Los amigos del colegio cuentan que el Chino era capaz de llenar un salón entero con los alumnos jalados en números y no dejarlos salir hasta que memorizaran la más compleja de las teorías de geometría del espacio. Años más tarde, mientras la gente de Monterrico andaba retorciéndose entre dudas vocacionales sin saber qué carrera elegir, Leonardo ya era quinto superior en Ingeniería Industrial de la Católica y, poco después, el más prometedor practicante de la IBM.

Por todo eso, su esposa, sus trillizos que no han cumplido ni cinco años y todos aquellos que lo conocimos no dejamos de preguntarnos por qué diablos tuvo que morirse tan pronto, de un infarto, a los 41, alguien como Leonardo Wong Yi.

Su muerte, ocurrida el domingo pasado –irónicamente mientras jugaba fulbito–, es un dramático recordatorio, ya no solo de lo vulnerables que somos como especie, sino de la ineficacia de cualquier blindaje. Ni la fe, ni la corrección social, ni tomar las precauciones que los profesionales de la salud recomiendan al unísono, te protegen de eso que algunos llaman fatalidad y otros destino.

Puedes estar alejado de las personas con las que creciste. Puedes incluso no verlas nunca y no sentirte mal, porque sabes que en algún lugar del mundo sus vidas continúan. Pero basta con saber de golpe que nunca más te cruzarás con una de ellas para encajar una gran impresión. Es como si algo de uno, o de lo que uno fue en el pasado, se muriese también de pronto y no haya forma de repararlo. Ni con sentimientos. Ni con recuerdos. Menos aún con palabras.

Esta columna fue publicada el 28 de marzo del 2016 en la revista Somos.