"Los últimos copistas impunes", por Renato Cisneros
"Los últimos copistas impunes", por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Llevo semanas pensando en Mariana Carbajal. Mejor dicho, en sus piernas. No porque estas fuesen firmes y torneadas —que lo eran—, sino porque en ellas se consumaba la técnica de plagio más novedosa en los días de Tercero de Secundaria. Formulas químicas, algoritmos, progresiones geométricas, enunciados algebraicos, raíces cuadradas, tablas de equivalencia, nombres de próceres, fechas de batallas, sucesión de presidentes, cuencas hidrográficas, cadenas montañosas, y hasta la pormenorizada evolución artística de las culturas precolombinas. Todo ese vasto conocimiento universal podía resumirse en tinta azul a lo largo y ancho de esos muslos blancos y recios que uno contemplaba doblemente agradecido, tanto por la generosidad de su información como por el espectáculo de su carne.

Hasta antes de que Mariana irrumpiera con ese método que requería audacia y sensualidad (por lo cual estaba vedado a mojigatas y regordetas), nuestra fórmula para copiar exámenes se limitaba a seguir las pautas clásicas, instauradas décadas atrás quizá por los alumnos de las primeras promociones, que habían perseverado en la histórica costumbre adolescente —desesperada, no corrupta— de favorecerse con la inteligencia ajena.

En nuestra sección había dos procedimientos de copiado solidario. El primero, más tradicional, suponía un intercambio entre las partes. Levantabas primitivamente el pescuezo para obtener una vista panorámica de las respuestas de tu vecino cómplice, que se jorobaba convenientemente permitiéndote una captura fotográfica ocular. Luego le devolvías el favor en iguales términos. Eso era «coautoría».

El segundo consistía en establecer una red de comunicación basada en códigos y contraseñas, donde cada esquina de la carpeta representaba una opción de respuesta. Dicho código rendía altos dividendos con las pruebas objetivas de selección múltiple, pero resultaba absurdo y estéril ante los exámenes de desarrollo o casuística, donde cada quien dependía de sus facultades retóricas para escribir mucho sin decir nada.

Los menos colaboracionistas incurrían a la elaboración del «plaje» individual, que no era otra cosa que un comprimido, esa valiosa herramienta universal que en otros países recibe nombres tan diversos como: «machete» (Argentina), «pastel» (Colombia), «acordeón» (México), «torpedo» (Chile), «batería» (Panamá), «chanchullo» (Bolivia), «polla» (Ecuador), «trencito» (Uruguay) y «chuleta» (España). Su dificultad, sin embargo, no residía tanto en su confección como en su uso y aplicabilidad, ya que demandaba soportar largos minutos esperando un descuido del profesor para poder desenrollarlo.

Solo el Loco Garrido fue tan o más ocurrente que Mariana Carbajal. Un día, ya en Cuarto, escondió debajo de su frondoso pelo trinchudo los audífonos de un walkman que, oculto en su mochila, contenía un casete donde la noche anterior había grabado las lecciones de Historia Universal que serían materia de examen. Solo tenía que apretar «play» y escuchar su propia voz dictándole las claves. Nunca lo ampayaron, pero se le acabó la gracia el día que fallaron las pilas.

Podría pensarse que aquellos recursos y mecanismos resultan obsoletos para los colegiales de hoy, que disfrutan de una tecnología que permite, entre otras ventajas, traspasar información de reloj a reloj en cosa de segundos. No obstante, a pesar de los significativos avances en el campo del plagio escolar, hablamos de un viejo arte en probable vía de extinción. En y , por ejemplo, hay profesores que, cansados de fracasar supervisando a sus estudiantes hasta con inútiles lentes infrarrojos, utilizan drones equipados con lentes de 360 grados para detectar a los copistas más sigilosos y sofisticados.

Qué usó lúbrico le habría dado a uno de esos vehículos aéreos no tripulados el profesor de Historia del Perú, Roger Herrera, quien bajaba discretamente sus anteojos hasta la punta de la nariz cada vez que la pionera Mariana Carbajal levantaba su falda para leerse las piernas tatuadas.