La vida de Guillermo, por Nora Sugobono
La vida de Guillermo, por Nora Sugobono
Nora Sugobono

Es altamente posible –las fotos así lo van evidenciando– que alguno de los dientes que se asoman en las encías de Guille ya haya salido mientras yo termino de escribir esta oración. Puede, más bien, que haya probado una fruta nueva –recientemente fue introducido a los sabores de la papaya y la sandía–, dominado el arte de mandar besos volados y/o descubierto el ritmo de una canción con la cual agitar sus bracitos rollizos, como lo hace cada vez que escucha a Justin Bieber.  A los nueve meses cada día es una aventura.

Suelo enterarme de todo esto, como lo hace mi familia, a través de un grupo de Whatsapp que reviso cada mañana al despertarme y cuyos mensajes vienen siempre colmados de videos, imágenes y notas de audio. Así ha sido todos los días desde que Guillermo llegase al mundo, casi un año atrás. De hecho, su propio nacimiento se nos anunció con una foto. Era la madrugada de un frío 30 de julio y, tras una noche en vela pegados a la pantalla del celular, veíamos así –por fin– cómo lucía su carita. Después de un parto poco complicado Sandra, mi hermana, había dado a luz en Barcelona. Guillermo tenía 29 semanas y un kilo y medio de peso. 

Llegó sin que nadie se lo espere, pero esperado por todos. 

Apreciado lector, ahorraré la descripción de lo que uno puede llegar a sentir a la distancia ante tales circunstancias. Dos meses en cuidados intensivos fue lo que tardó Guille en ganar todo aquello que le faltaba tener. El apoyo clínico que recibió fue crucial –y estaremos siempre agradecidos por haber tenido tal suerte– pero solo hay una persona a quien puedo atribuirle el milagro que representa su existencia: Sandra, su madre. Jornada a jornada, ella (junto a mi cuñado, a quien no pretendo desmerecer) aprendía a ser mamá en una aislada área de hospital, tocando con cuidado la delicada piel de su bebé recién nacido, colocándolo sobre su pecho, vistiéndolo con la ropita que le quedaba tan grande que debía doblarla repetidas veces para que pudiese servirle. Todo ese tiempo, su rostro solo mostraba paz. Sandra sonreía; brillaba. Al observarla en decenas de fotos la reconocí, sí, pero diferente. Algo se había transformado. 

El concepto que tengo de la maternidad ha cambiado para siempre desde que lo vi en ella. No quiero que se me malinterprete: he tenido grandes ejemplos con mi madre y mis abuelas, pero las conocí ya en ese rol. Desde el momento en que me enteré del embarazo de mi hermana la idea de que aquello realmente sucedía se me hizo compleja de entender. Era difícil para mí asimilar que Sandra, con quien yo había dormido en el mismo cuarto hasta los 16, con quien me había peleado incontables veces por ropa y el control remoto, llevaba a una criatura en su barriga. Al llegar Guillermo todo tuvo sentido. De pronto, Sandra ya no era esa misma persona. De una forma extraña, bonita, limpia y buena que no sé bien cómo explicar, era mejor. 

Yo no tengo hijos y no tengo planes de tenerlos (todo puede cambiar, queridos lectores) en el futuro cercano. Contemplo la idea de congelar mis óvulos y también la posibilidad de no querer –o no poder– ser madre más adelante en mi vida. Y lo que es más importante: tener la elección de todo ello. Nada de eso me hace menos ‘mejor’. Ni a mí ni a ninguna otra mujer que no experimente la maternidad, como sea que se le presente. De la misma manera, me gusta imaginar, de vez en cuándo, cómo serían esos hijos que guardo todavía en una nube y que bajan, a veces, a jugar en mi imaginación al compás de mi reloj biológico. Si tendrán ojos grandes, les gustará colorear; si serán pecosos, de manos chiquitas, con cabelleras complicadas. Y eso  tampoco sé bien cómo explicarlo.

La vida de Guillermo es un regalo para todos. Recientemente, Sandra vivió junto a él su primer día de la madre (en España se celebró el 1 de mayo). Recibimos las fotos por Whatsapp. Desde este lado del mundo, yo me preparo para recordarle este domingo a la mía -como la mujer independiente que soy- que todavía necesito escucharla noche a noche, antes de irme a dormir, para sentir que todo está bien. Supongo que es normal. 

Tengamos nueve meses o treinta años.