(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Enrique Bernales

La historia registra pasajes en los que la violencia se hizo presente, no porque inexorablemente estuviese programada la fecha para el inicio de la profecía autocumplida de la violencia armada. Los errores de la mala política –como son la intolerancia, el pésimo manejo de la economía, la discriminación y el maltrato sistemático al pueblo, la corrupción que encabezan malos gobernantes, las persecuciones, el hambre, las desigualdades– suelen ser la antesala de las protestas y los levantamientos.

Estos no son necesariamente armados. La resistencia popular, acompañada por continuidad y legítimos respaldos internacionales, da lugar a rectificaciones o a la caída de quienes ocupan el poder. Consecuentemente, se da el encuentro con la libertad, la justicia y la democracia.

La historia demuestra que no hay dictadura que dure cien años y que la resistencia pacífica, bien organizada, las derrota. Sin embargo, es peor la violencia social que se enmascara dentro de los patrones de convivencia humana.

Esta violencia mina las instituciones, se alimenta perversamente de costumbres hasta convertirlas en conductas antisociales, y se nutre de los errores y debilidades de la legalidad democrática. También practica de modo contumaz robos, asaltos, violaciones, homicidios y crímenes organizados.

La violencia social es una de las peores lacras del siglo XXI y está presente en todo el mundo. La mayor proclividad a la comisión de ciertos delitos en algunos países en los que proliferan la pobreza y la promiscuidad no es una explicación suficiente. Afecta a países ricos y pobres.

Así, por ejemplo, dos o tres de los salvajes asesinatos colectivos que de tiempo en tiempo asolan a pacíficos habitantes de Estados Unidos pueden matar a más personas que los crímenes atribuidos a los marginalizados del Tercer Mundo. Y asesinatos que pretenden justificarse en el fanatismo religioso o el odio racial afectan a países de larga raigambre democrática como Francia y Bélgica, pero también se manifiestan en América Latina, Asia y África.

En el caso del Perú, los altos índices de inseguridad ciudadana son causa de preocupación. Diariamente conocemos de homicidios atribuidos a luchas entre bandas delincuenciales, asaltos a mano armada, robos y accidentes de tránsito. Estos altos índices de inseguridad tienen otra preocupante tasa en la violencia sexual y los feminicidios, que muestran la desprotección a la mujer y el desconocimiento de sus derechos, así como el estúpido machismo que atraviesa a todos los sectores sociales del país.

Es evidente que esta situación presenta características de anomia. En ella hay una enorme responsabilidad por parte del Estado porque no aplica con firmeza y continuidad obligaciones constitucionales de protección y respeto a los derechos humanos reconocidos a lo largo de toda la Carta Magna (principalmente en los artículos 1, 2 y 43).

Esto se debe a la falta de preparación de instituciones, agentes y funcionarios a cargo de hacer que funcione el aparato de protección a los ciudadanos. Nos referimos a entidades como la policía, las municipalidades, el Ministerio Público y el Poder Judicial. Pero también al Poder Ejecutivo en lo que se refiere al correcto funcionamiento del sistema penitenciario (que hoy es una vergüenza para el país). La violencia social está poniendo en tela de juicio nuestra capacidad para ser un Estado donde el derecho protege a las personas y se asume con firmeza la protección a los derechos humanos.

La desesperación ciudadana desolada por la impunidad que acompaña a los delitos contra la vida, la salud, la propiedad y donde las víctimas principales son las mujeres y los niños reacciona cada cierto tiempo pidiendo la pena de muerte. Si esta fuese disuasiva, hace tiempo que la violencia social asesina habría bajado drásticamente. Ello no ha sido así pese a guillotinas, horcas, fusilamientos, sillas eléctricas, apedreamientos y demás mecanismos.

Y es que no se trata simplemente de intimidar. Se deben desarrollar las políticas que, con la mayor eficacia preventiva del delito, procuren una atención adecuada en todos los casos en que la causa del delito esté en problemas de salud mental, en complejos y en odios ancestrales por daños causados en la infancia y la adolescencia.

Son también urgentes el apoyo a las estructuras familiares, proporcionándoles los ambientes y los instrumentos adecuados para una educación plena de ternura a los hijos y basada en valores; la existencia de instituciones de apoyo social en todos los barrios; una infraestructura para el deporte, la recreación, el turismo educativo, el cultivo de las artes, el aprendizaje de técnicas laborales. En fin, patrones psicológicos que fomenten la afectividad, la solidaridad, la ternura, la comprensión, la amistad, etc.

En definitiva, si queremos eliminar la violencia social, entendamos que ello se consigue con una responsabilidad compartida entre el Estado y la sociedad. Lo que corresponde es trabajar juntos hasta lograr el respeto a la vida y a la dignidad humana.