"Pedro Castillo no es un santo. De hecho usa para su conveniencia esta discriminación para tejer un discurso de choque en el que se yergue como defensor de los oprimidos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Pedro Castillo no es un santo. De hecho usa para su conveniencia esta discriminación para tejer un discurso de choque en el que se yergue como defensor de los oprimidos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia del Río

En instantes el gesto se volvió viral. La mano levantada de la presidenta del Congreso, (hoy Malcricarmen en redes sociales) tratando de evitar un mayor acercamiento con el presidente Castillo cayó pésimo. Su lenguaje corporal, lo poco que podía leerse de su rostro detrás de la mascarilla y sobre todo el momento en que se produjo el desplante desató una avalancha de críticas. La tildaron de engreída y . ¿Hubo realmente un afán discriminatorio? Para el caso, ya qué importa.

Nunca sabremos a ciencia cierta qué pasaba por la cabeza de la congresista Alva; lo que sí sabemos es lo que está pasando en el Perú desde que el profesor se convirtió en candidato a la Presidencia en segunda vuelta. Todas las fisuras de una sociedad marcada por la desigualdad se abrieron como cráteres y lanzaron un miasma de insultos y desprecios guardados por años, o ventilados solo en círculos selectos. Lo urbano se enfrentó a lo rural y las categorías clasistas que se usan para descalificar al otro en el Perú saltaron a la cancha. Castillo y su gente fueron tildados de cholos, serranos, terrucos y, por supuesto, (siempre vienen en combo) bruto, iletrado, ignorante. El “Perú moderno” miró con espanto cómo ese sindicalista de Chota se acercaba a Palacio sin quitarse el sombrero. Ese Perú empezó a ‘wasapear’ aterrado fotos de ronderos como si fueran vikingos dispuestos a decapitarlos y arrugaba la nariz cuando algún ministro decidía entrar a caballo y resguardado por sus amigos a una comunidad.

Ese Perú que izó la bandera de luto, que salió a defender “su país”, que se encajó el polo de la selección peruana como quien empuña un rifle para defenderse de una invasión extranjera encontró en la candidatura, y hoy Presidencia, de Pedro Castillo la excusa para derrochar esa intolerancia cocinada por décadas en playas exclusivas donde nadie puede alquilar su propiedad si “la junta” no acepta al aspirante. Esa discrminación también macerada en los prósperos negocios de aquellos hijos de migrantes que no quieren ni acordarse que sus padres alguna vez usaron sombreros y pollera.

Es verdad que el miedo a las medidas económicas que pretende impulsar el presidente de la República es absolutamente válido; y que hay razones para estar alerta por lo poco y pésimo que hemos visto hasta ahora de la gestión del hombre del sombrero; pero lo que la mayoría no logra identificar es que se le atribuye su pésima gestión a su origen. Se asume que las malísimas decisiones que toma están relacionadas con que viene de la sierra, no usa terno, habla un castellano distinto del estándard. En palabras crudas y más explícitas: se presume que va a robar porque “es cholo”, que es una bestia porque “es cholo”, que no sabe lo que hace porque “es cholo”. Así de horrendo. Y quienes no pueden sino juzgarlo desde ese catalejo parecen olvidar que hemos tenido presidentes de distintas clases sociales, orígenes étnicos, grados de instrucción, y que también han tomado pésimas decisiones, han robado como les ha dado la gana, han puesto a sus amigos corruptos en el cargo y se han zurrado en las libertades y la democracia.

Pedro Castillo no es un santo. De hecho usa para su conveniencia esta discriminación para tejer un discurso de choque en el que se yergue como defensor de los oprimidos. Tampoco es un ser débil al que hay que defender a priori porque viene de los sectores más desfavorecidos de nuestro país. Pedro Castillo es el presidente de la República que tiene una enorme responsabilidad sobre los hombros. Es un peruano al que no hay que subestimar. Es un gobernante al que hay que vigilar. Pero, sobre todo, es un individuo que se merece respeto y que debe ser juzgado y evaluado sin prejuicios por las decisiones que toma. No por si lo hace con sombrero.