Editorial El Comercio

Hace apenas 21 días publicamos un editorial titulado en el que anotábamos los peligros de que, después de haber ordenado disolver el sobre la base de una discutida interpretación de la Carta Magna, el presidente se sintiera tentado a arrogarse esa misma facultad ante cada vacío legal que la inédita situación actual plantease. Mencionábamos como ejemplos el apuro del Ejecutivo por pronunciarse acerca de asuntos que se movían en la incertidumbre constitucional, como la renuncia de Mercedes Araoz a la vicepresidencia y la elección del señor Gonzalo Ortiz de Zevallos como magistrado del Tribunal Constitucional (TC).

Pues bien, los días transcurridos desde entonces han tendido a confirmar nuestra preocupación. El jefe del Estado, efectivamente, ha tomado la costumbre de manifestarse de modo terminante sobre materias que no le competen.

Se apresuró, para empezar, en decretar la en la que, a su entender, había incurrido al presentar una demanda competencial ante el TC a nombre del Parlamento y ‘sugirió’ que el procurador de la PCM lo denunciase por ello (lo que sucedió en menos de dos horas).

Anunció luego qué aspectos de la reforma electoral “debería aplicar” el JNE, y ahora también ha considerado adecuado determinar el sentido de la decisión de Fuerza Popular de participar en las elecciones parlamentarias del 2020. “Si está participando es que está reconociendo la validez de las decisiones que tomamos el 30 de setiembre”, : una curiosa forma de confirmar que la disolución del Congreso fue una decisión más política que legal.

La circunstancia de que, después de algunas de esas intervenciones, haga la salvedad de que será respetuoso de lo que decidan las instancias a las que realmente les toca pronunciarse sobre estos asuntos –ya sea el TC o el JNE–, más que tranquilizar, inquieta, pues el hecho de que le parezca necesario subrayar algo tan obvio recuerda que todo lo que hace falta para cambiar ese escenario es una nueva interpretación.