Editorial: Cruda negligencia
Editorial: Cruda negligencia

Es difícil creer –como afirmó en su momento la directiva de Petro-Perú– que el derrame de febrero haya sido un hecho aislado y no derivado de un ineficiente mantenimiento del sistema de tuberías del oleoducto. Y es que, de continuar con la tendencia anual, aún nos quedarían dos derrames por lamentar este año”. Así comentaba hace unas semanas en este Diario Antonio Zevallos, especialista en asuntos forestales, sobre el derrame ocurrido en febrero pasado en Loreto. Los últimos hechos parecen ir en línea con su triste pronóstico.

Como se sabe, el pasado 24 de junio Petro-Perú confirmó el vertimiento de crudo en el kilómetro 213 del tramo 1 del Oleoducto Norperuano, en el distrito de Barranca, provincia del Datem del Marañón. Se trata del tercer derrame en lo que va del año y del vigésimo primero desde el 2011. Esta vez habrían sido 600 barriles derramados, que se suman a los 1.000 de febrero y 2.000 de enero.

El desastre toma lugar en desacato a las directivas del Osinergmin, organismo supervisor que había suspendido las operaciones de Petro-Perú en el referido tramo. A pesar de que la empresa estatal indicó en un inicio que no bombeaba crudo desde febrero y que “[solo] hicieron pruebas de equipos”, ante la serie de indicios encontrados por el OEFA y expertos en la materia, no quedaron dudas de que Petro-Perú había contravenido el mandato legal y reanudado el bombeo, conforme lo reconoció ayer la propia ministra de Energía y Minas, Rosa María Ortiz. Frente a estos hechos, el presidente del directorio de Petro-Perú, Germán Velásquez, renunció al cargo.

Las consecuencias ambientales y sociales de este nuevo derrame son, nuevamente, enormes, y vienen con cuatro agravantes. En primer lugar, la negligencia de parte de Petro-Perú, que permitió que se siga transportando petróleo desde un ducto que una, otra y otra vez se muestra defectuoso. Que falle consistentemente una obra de infraestructura a la que no se le da mantenimiento y que fue construida hace casi medio siglo no debería sorprender a nadie. El nivel de reincidencia bordea lo absurdo en un sistema que supuestamente cuenta con entidades encargadas de la prevención y fiscalización.

En segundo lugar, la falta de recursos destinados a mantenimiento básico se explicaría en parte porque un monto significativo de los ingresos de la empresa estatal están orientados al proyecto de la refinería de Talara. En otras palabras, mientras que el dinero de los contribuyentes se destina a un elefante blanco de miles de millones de dólares, las obras de prevención básica en la selva peruana quedan de lado.
En tercer lugar, el aparente desacato de Petro-Perú a las disposiciones de Osinergmin no debe ser pasado por alto. Bombear crudo a pesar de que las operaciones fueron explícitamente restringidas debido a su falta de seguridad podría ameritar más que una sanción administrativa. 

En último lugar, no está de más cuestionar seriamente la idoneidad de Petro-Perú para gestionar el ducto. Desde esta sección nos hemos opuesto en reiteradas ocasiones a la expansión de las actividades de la petrolera estatal, pero al margen de la naturaleza pública de Petro-Perú, conviene preguntarse si se debería dejar a cualquier empresa que ha tenido fallas tan graves y sistemáticas seguir operando –sea esta pública o privada–. Las voces que se alzan –legítimamente– cuando una empresa privada se ve involucrada en un desastre ambiental de grandes magnitudes deberían ser igual o más firmes cuando se trata de una empresa que nos pertenece a todos los peruanos.

La gravedad del derrame para el sistema ecológico de la zona y para sus habitantes es inaceptable, venga de donde venga. Pero con el origen en una entidad pública que no da mantenimiento, que malgasta el dinero, que desacata órdenes del regulador, y que permite niveles de reincidencia cuasi criminales, la protesta pública merece ser ensordecedora y no agotarse en un cambio de funcionarios, sino demandar, cuando menos, un cambio completo de administración.