Editorial El Comercio

El 17 de abril, comentamos el despropósito emprendido por el Ejecutivo y el Legislativo con (IGV) para un conjunto de productos de la canasta básica familiar. La propuesta la había hecho el Gobierno con el objetivo de matizar el alza en los precios de algunos alimentos que venía generando protestas en varias regiones del país. El Parlamento, como sabemos, aprobó la iniciativa.

Desde que se planteó, no obstante, los expertos advirtieron de que la medida no serviría para reducir los precios finales. Esto, sobre todo, por la extendida informalidad de nuestra economía y por la existencia de distribuidores intermediarios que no se beneficiarían con la exoneración.

Así, transcurridos algunos días desde la entrada en vigor de la norma, a nadie debería de sorprenderle que esta no haya logrado lo que se propuso y que los precios de los productos desgravados no hayan bajado como las autoridades esperaban. En esa línea, tampoco sorprende que ahora algunos de los proponentes de la iniciativa busquen lavarse las manos y señalen insólitos culpables para justificar su propia incompetencia y aridez técnica. Pero nadie ha alcanzado los niveles de contumacia del ministro de Desarrollo Agrario y Riego, .

Consultado por el canal del Estado sobre y el evidente naufragio de los intentos del Ejecutivo por disminuirlos, el miembro del Gabinete sostuvo: “El resultado tenía que darse de manera inmediata, pero con este tema de la libre competencia, del libre mercado es lo que aprovechan, no obedecen” (sic). “Yo creo que es necesario el cambio de la Constitución que se menciona”, añadió.

La reflexión del ministro Zea es, además de absurda, antojadiza. De hecho, es precisamente porque se le dio la espalda al mercado –a saber, ignorando sus realidades y buscando remedios artificiales para torcer las dinámicas de la oferta y la demanda, afectadas por el contexto exterior y la incertidumbre local– que la norma no ha tenido los efectos que nuestras autoridades esperaban. Asimismo, se trataba de un corolario que ya estaba cantado por múltiples técnicos con conocimiento de la economía, que el Ejecutivo y el Parlamento decidieron, sin embargo, ignorar.

Y a pesar de ello, el integrante del Gabinete en cuestión cree que la solución sería insistir con darle la contra al mercado y permitir que los precios sean regulados por el Estado. Otra medida que, como la historia (y particularmente nuestra región) demuestra, se aleja mucho de ser beneficiosa, pues desemboca en la escasez de los productos que justamente se elige controlar y en el fomento de su oferta en un mercado negro que tendría pocos problemas para hacerse fuerte en una economía tan informal como la nuestra.

El también congresista Zea, además, se refirió al cambio de Constitución como una solución al problema, justamente porque la actual no permite que el Estado manipule los precios. Con ello, provee pistas sobre cuáles son los problemas del Gobierno con la Carta Magna actual a la que buscan obliterar y las verdaderas intenciones detrás de su propuesta de una .

No hay que olvidar, además, que los precios que los ciudadanos pagamos diariamente también son información. Así, cuando estos son altos indican escasez, y dan incentivos a los productores para poner más de ese bien en el mercado, y a los consumidores, para adquirir menos; y cuando son bajos, sucede lo contrario. Y que cuando estos se disparan podrían estar haciéndolo como reacción a la escasez de alguna materia prima, al bloqueo de una vía importante o al debilitamiento de nuestra moneda, en muchos casos por la incertidumbre que la inestabilidad política genera en los mercados. El Gobierno no puede pasar por alto lo que los precios actuales pueden decir de su gestión. Refugiarse en el viejo truco de culpar a los sospechosos de siempre solo los desnuda como disociados de la realidad.

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