Editorial: La soberanía del control remoto
Editorial: La soberanía del control remoto
Redacción EC

La extraordinaria atención generada por algunos ‘realities’ en señal abierta de televisión ha motivado a un grupo de ciudadanos a convocar una marcha contra la ‘televisión basura’ esta semana. El objetivo –según sus promotores– es detener la transmisión de programas que “no contribuyen a formar valores positivos en nuestra niñez y juventud” y que, en general, no cumplen con ser cultural y moralmente edificantes, sino más bien lo contrario.

A primera impresión, la finalidad de una protesta así puede sonar indiscutiblemente buena. ¿Quién está en contra de la educación y la cultura? Con un poco de análisis, sin embargo, el objetivo que persigue la protesta se hace cuestionable. Después de todo, marchar para que se elimine la transmisión de ciertos programas es marchar para que se elimine la posibilidad de escoger sintonizarlos de todos aquellos que día a día eligen hacerlo. Algo que, al menos en lo que toca al enorme número de adultos que se cuentan entre los seguidores de estos programas, resulta una imposición más bien prepotente.

Adicionalmente, en tanto que la imposición que buscan establecer los participantes tiene por fin “el propio bien” de quienes se verían así imposibilitados de ver lo que quieren ver –porque esto es “basura”–, se hace evidente que esta es una manifestación que avanzará con un toque de sutil pero inocultable condescendencia por delante. 

Por otro lado, hay que señalar cuán peligrosa es la puerta que se quiere abrir cuando se busca que se use la fuerza del Estado –la ley– para lograr que cada individuo siga una vida edificante o moral, tal como la entiende la mayoría (o, peor incluso, el grupo que más ruido haga y más presión pública ejerza). Y decimos que es peligrosa porque ese es el principio que fundamenta todas las prácticas totalitarias; desde el fascismo hasta el fundamentalismo islámico.

Por supuesto, en este marco de libertades cada uno es libre también de opinar lo que quiera sobre estos programas. Es más, desde este Diario, ciertamente, no celebramos el contenido de los mismos. El problema aparece cuando uno empieza a exigir intervenciones públicas para forzar a los demás a seguir gustos o criterios ajenos.

Se ha tratado de encontrar la base para consumar esta imposición en la Ley de Radio y Televisión, la que señala que los medios de radiodifusión deben colaborar con el Estado “en la educación y la formación moral y cultural, destinando un porcentaje mínimo dentro de su programación a estos contenidos, que será establecido por los propios radiodifusores”. Esto es manipular la ley: ella deja a los propios radiodifusores establecer el mínimo mencionado porque considera que imponérselos supondría limitar su capacidad de dar a sus audiencias lo que estas les piden y, consiguientemente, la libertad de escoger de estas audiencias. En otras palabras, supondría algo inconstitucional.

El contenido desarrollado por los canales televisivos responde a un mercado que libremente se ajusta a la oferta y demanda de programas. Es decir, dentro de la ley, los canales de televisión son libres de producir el contenido más conveniente, los auspiciadores recompensan la sintonía con anuncios publicitarios y el público ve lo que lo que le gusta. Así de simple.

Si de verdad hay personas a las que les importa el consumo inmaterial de los demás, entonces hay algo que aquellos podrían hacer para reorientar este consumo sin tratar al mismo tiempo a sus conciudadanos desde una implícita condición de superioridad moral: intentar convencerlos. Es decir, lo contrario de imponer sobre ellos un criterio que les es ajeno. Si suficiente gente tuviese una opinión negativa sobre estos programas, los auspiciadores dejarían de financiarlos y desaparecerían del mapa por efectos del propio mercado (de la voluntad de los consumidores, esto es). Si hoy triunfan en el aire, es únicamente porque muchísimos ciudadanos así lo quieren, y eso es algo que quienes creemos en la democracia solo podemos respetar. Poco sentido tendría pensar que la ciudadanía debe ser soberana para elegir a sus gobernantes, pero no para escoger lo que quiere ver cuando enciende la pantalla del televisor.