(Foto: EFE)
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Editorial El Comercio

Ayer dejó formalmente del cargo de presidente de . Su salida, conocida desde diciembre pasado, no deja de resultar significativa, principalmente para todas las generaciones de cubanos que nacieron tras la revolución de 1959 y que crecieron sin conocer un líder que no se apellide Castro.

La transición de poder entre Raúl y Fidel hace 12 años resultó en más continuidad que cambio. Si bien Raúl realizó algunas reformas económicas y gestos diplomáticos durante su tiempo como gobernante para mostrar un aparente esfuerzo de abrir la isla, hubo otros asuntos neurálgicos de la tiranía liderada por su hermano Fidel que permanecieron incólumes durante su administración. Estos son, por supuesto, las restricciones al libre movimiento de cubanos, el control a la economía, la persecución política, el acallamiento de la oposición y la censura de la prensa libre. Y en la medida en que el flamante mandatario Miguel Díaz-Canel fue forjado y apadrinado por el menor de los Castro, es difícil imaginar que el régimen vaya a sufrir un viraje, al menos mientras un Castro siga vivo.

De lo anterior debería ser indicio suficiente la forma en la que ayer Díaz-Canel fue “elegido” presidente de Cuba. Fiel a la tradición electoral cubana, el nuevo mandatario fue ungido por la Asamblea Nacional en un proceso que lo tuvo como único candidato y cuya victoria se tenía por segura desde hacía semanas. El nuevo presidente corona así toda una vida dedicada al castrismo, al que sirvió a través de cargos como secretario provincial, ministro de Educación, vicepresidente del Consejo de Ministros y vicepresidente de Gobierno.

A pesar de dejar formalmente la jefatura de Estado, además, Raúl Castro continuará en el poder. El saliente gobernante no solo ha ido colocando personal de confianza en puestos clave antes de partir, sino que conservará el todopoderoso cargo de primer secretario del Partido Comunista hasta el 2021, mientras su hijo –Alejandro Castro Espín– seguirá liderando las fuerzas militares y los servicios de inteligencia.

Hay pocas razones entonces para pensar que vaya a desaparecer el régimen impuesto por hace 60 años, una tiranía mucho más sanguinaria que aquella contra la cual se rebeló. A pesar de que no hay datos exactos (el régimen se ha ocupado de que no existan), Cuba Archive, una organización independiente, ha reportado 7.325 casos de muertes o desapariciones atribuidas al castrismo. Algunos cálculos multiplican el número por diez, como mínimo. A ello habría que añadir los miles que fallecieron tratando de huir de la isla –muchos varados en alta mar– y los ciudadanos LGTBQ a los que la satrapía persiguió por considerarlos incompatibles con el socialismo que anhelaba implantar. Todos estos actos, obviamente, embarrados por la impunidad.

En los últimos años, además, informes como los de Amnistía Internacional o Human Rights Watch han seguido reportando episodios de reclusiones ilegítimas, presos políticos y discriminación laboral contra los opositores (algo muy efectivo en un país donde el Estado es el mayor empleador).

Ya no hay un Castro como presidente en Cuba, pero no habrá razón para celebrar mientras siga pendiendo sobre los cubanos la sombra de ambos hermanos.