"En segundo término, en el claro sesgo antiempresarial de todo el discurso resaltó su intención de que el Estado asuma un mayor rol en diversas materias, pero dijo poco sobre la importancia de la libre iniciativa privada". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
"En segundo término, en el claro sesgo antiempresarial de todo el discurso resaltó su intención de que el Estado asuma un mayor rol en diversas materias, pero dijo poco sobre la importancia de la libre iniciativa privada". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
/ victor aguilar
Editorial El Comercio

Hacía tiempo que el discurso inaugural de un presidente de la República no generaba tanta aprensión como la que antecedió al que el profesor finalmente pronunció ayer. Los que tenían presentes sus ofertas de campaña temían una soflama que anunciase un régimen reñido con el orden constitucional y las libertades públicas y económicas, mientras los más optimistas esperaban una toma de distancia con los sectores más cuestionados de Perú Libre y la promesa de un gobierno moderado.

En sentido estricto, no ocurrió ni lo uno ni lo otro, pues la ambigüedad dominante en muchos tramos del mensaje permitió que cada cual escuchara las promesas tranquilizadoras o radicales que esperaba del nuevo mandatario. Pero un discernimiento fino de los contenidos sugeridos por sus palabras despierta inquietudes que no pueden ser ignoradas.

Si bien el discurso incluyó saludables promesas de no expropiar propiedades ni ahorros, así como llamados a la unidad nacional, otros segmentos del mismo hicieron lucir ese llamado como un mero recurso retórico. Particularmente, aquellos en los que el flamante jefe del Estado decidió insistir con su controversial determinación de ir hacia un cambio constitucional por la vía de una asamblea constituyente, una fórmula que, como se sabe, no está contemplada taxativamente en la Carta Magna vigente.

El profesor Castillo, no obstante, introdujo el asunto desde el principio de su presentación ante el Congreso, pues juró el cargo al que ha accedido por “una nueva Constitución” y luego dedicó todo un acápite de su a la descripción de lo que, según él, es “una bandera de la mayoría” que el Congreso “tendrá que aprobar”: un abierto desafío al hecho de que las encuestas registran que la verdadera mayoría en nuestro país está conformada por aquellos que solo quieren un cambio parcial de la Constitución o no quieren ninguno (solo 32% busca una modificación total, según El Comercio-Ipsos), así como a la circunstancia de que el Parlamento no está obligado aprobar cosa alguna que no encuentre razonable. Si agregamos a esta consideración la suma de los integrantes de la representación nacional que pertenecen a bancadas que ya adelantaron su rechazo a esta iniciativa, lo que tenemos es un campo de batalla ya trazado que empujará las materias sobre las que sí existe consenso –atención prioritaria de la emergencia sanitaria y de la reactivación económica– a un segundo plano.

Con alarmante inclinación corporativista, además, el presidente adelantó que la composición de la pretendida asamblea constituyente “tiene que incluir, al lado de candidatos propuestos por las organizaciones políticas inscritas, a porcentajes de candidatos provenientes de los pueblos indígenas, nativos y originarios; del pueblo afroperuano [y] de candidaturas provenientes de los gremios de organizaciones populares y de la sociedad civil”: una forma segura de burlar la igualdad de una competencia democrática en la que todos los peruanos –incluidos los pertenecientes a esos gremios y comunidades (así como a otros que no fueron mencionados)– pueden participar a través de los partidos registrados. Si no, ¿para qué existen?

Con lo preocupante que resulta esta declaratoria de hostilidades contra los vastos sectores de la ciudadanía y el Congreso que se oponen a una iniciativa que violaría tan clamorosamente el orden constitucional, hay que señalar que no fue esa la única sección minada del discurso. Es igualmente inquietante la propuesta de “expandir el sistema de las rondas” para incluirlo en el sistema nacional de seguridad ciudadana, lo que abre la posibilidad de la existencia de una fuerza de choque política al servicio del Gobierno que, so pretexto de luchar contra las pandillas y los robos callejeros, hostigue a los opositores. Sobre todo, si se tratara de una fuerza a la que se dotará de la “logística necesaria” y cuya “participación en la fiscalización de las autoridades” será promovida…

Apunta también a una militarización forzosa de la sociedad, por otro lado, la sentencia: “Los jóvenes que no estudian ni trabajan deberán acudir al servicio militar”, pues a pesar de lo que se anotó en otra parte del mensaje sobre la naturaleza voluntaria de tal servicio, es evidente que la eventual restauración de su obligatoriedad (otra posible iniciativa reñida con la Constitución) ha quedado sugerida.

No podemos dejar de aludir, finalmente, en esta apretada síntesis de los aspectos de las palabras presidenciales que llaman a permanecer vigilantes a tres importantes materias. En primer lugar, a la gran cantidad de créditos “con tasas preferenciales” que se piensa otorgar a determinados sectores de la ciudadanía desde el Estado: una forma de hacer un clientelaje político financiado con los impuestos de todos los peruanos.

En segundo término, en el claro sesgo antiempresarial de todo el discurso resaltó su intención de que el Estado asuma un mayor rol en diversas materias, pero dijo poco sobre la importancia de la libre iniciativa privada.

Y por último, a las regulaciones que se piensa introducir a la publicidad estatal, “priorizando” ciertos medios sobre otros: un viejo recurso para gratificar o castigar a la prensa libre según sus cercanías o distancias con el régimen de turno, que por lo pronto aquí –como queda claro con estas líneas– no conseguirá su objetivo.