Enrique Planas

Una de las políticas de Estado que felizmente mantiene el Ministerio de Cultura y su Dirección del Libro y la Lectura es el proyecto “La libertad de la palabra”. Entre sus diferentes acciones, invita regularmente a locales a las bibliotecas de establecimientos penitenciarios para departir con los internos sobre sus obras ya leídas por el auditorio. En tiempos pre-pandémicos, la visita permitía una conversación estrecha, basada en lúcidas preguntas. Hoy, esta debe ser virtual, sin que por ello el contacto entre autor y lectores sea menos intenso. Al final, los internos demuestran cómo se han apropiado del libro llevándolo a escena en una entusiasta propuesta colectiva.

La semana pasada, me tocó sumarme a la lista de los escritores ‘caneros’, como se les llama a los invitados al programa. Organizada poco antes del Día del Padre, en nuestra reunión hablamos de “Demasiada responsabilidad”, un libro en el que me dediqué a reírme de mis propios tropiezos como hijo y como padre a la vez. A esos breves relatos sobre nuestras intenciones, casi siempre fallidas, de sintonizar con la sabiduría de los niños, ellos los habían completado con sus propias formas de nostalgia, los lectores habían sumado el recuerdo de sus tiempos en libertad, la cotidiana presencia familiar. Algunas preguntas tenían que ver sobre el humor, la inocencia infantil, la niñez como paraíso perdido. En otras, la melancolía tiñó nuestro diálogo. “¿Cómo hablarle a nuestros hijos si con suerte podemos verlos una hora a la semana?”, me interrogan.

Qué decir frente a eso. Un buen amigo escribió que la nostalgia es como el colesterol: hay una mala y una buena. La primera te confunde y te hace creer en pasados ideales. La segunda te permite metabolizar, repensar el pasado para entender qué hemos hecho y qué nos queda por hacer. Una nostalgia que nos permite construir nuestro presente con la lúcida consciencia de aquello que hemos dejado atrás. “Escríbele a tu hijo”, respondí. “No le hagas pensar que lo has olvidado. Haz que cada carta tuya se convierta en su compañía hasta su próxima visita”. La produce esa nostalgia “buena” que, administrada en dosis adecuadas, reviste propiedades terapéuticas y nos ayuda a enfrentar el desasosiego.

Terminada la sesión, me desconecté de aquellos notables lectores con un estado de ánimo distinto. He dejado de pensar en la literatura como una forma de evasión, una fuga de la realidad. Los internos del penal Castro Castro me han enseñado el valor de la lectura para quienes buscan consuelo. Una lección que me permite compartir con ellos una pequeña parte de su desarraigo, de su ausencia involuntaria, del exilio interior que sobrellevan. Ya empiezo a sentir nostalgia por aquel lugar en el que ni siquiera estuve. Y al que volveré, ya sin pantallas de por medio, cuando los protocolos lo permitan.

Enrique Planas Redactor de Luces y TV+