No todos los días puede uno recomendar tres peruanas con auténtico entusiasmo. El que acaba de comenzar, nos brinda esa oportunidad. Y algo más sobre estas cintas: tienen a niñas y niños como protagonistas. ¿Coincidencia o tendencia? Quizás ambas cosas.

En “Diógenes”, de Leonardo Barbuy, dos pequeños hermanos, Sabina y Santiago, se enfrentan a la inesperada muerte de su padre, un pintor de Tablas de Sarhua. Ellos han vivido aislados toda su vida, debido a un fuerte trauma del padre ahora fallecido, y quedan acompañados únicamente de sus perros. La situación los empuja a salir de su refugio y buscar contacto con el resto de la comunidad ayacuchana. Sabina, la hermana mayor, interpretada por Gisela Yupa, transmite en su mirada el miedo y el recelo, pero también la curiosidad, el deslumbramiento. Toda la película bien podría concentrarse en sus ojos.

“Yana-Wara”, dirigida por Óscar y Tito Catacora, se ambienta en las alturas de El Collao, en Puno. La cinta comienza con la muerte de la niña Yana-Wara (Luz Diana Mamani), de apenas 13 años de edad. El resto de la película retrocede en el tiempo para explicarnos qué motivó esa tragedia. Y así se nos sumerge en una larga pesadilla de abusos, violencia de género y estigmatización, que pasa del más crudo realismo a hondas y oscuras fantasías de la cosmovisión aimara. La protagonista soporta hasta donde puede la tortuosa realidad que le ha tocado vivir. Su inocencia va siendo socavada con implacable malicia.

“Historias de shipibos”, de Omar Forero, es una épica que sigue a lo largo de cuatro décadas la vida de Bewen. Dos niños –Chelsea Fernández y Andry Asán– interpretan al protagonista en dos momentos diferentes de su infancia. Y los dos nos muestran el proceso de crecer dentro de una comunidad nativa para luego tener que abrirse al exterior, con todo lo que ello implica: distanciamiento de la familia, dificultades económicas, presión social por el idioma y las costumbres, etc. En cierto momento, el pequeño Bewen se avergüenza de su propia madre, quien va a visitarlo a su colegio vestida con indumentaria shipibo-konibo. Podría ser solo un signo típico de la adolescencia, pero hay que sumarle a ello lo que representa el choque de dos mundos.

Otro dato a tomar en cuenta sobre estas cintas: las tres están habladas en lenguas diferentes –quechua, aimara y pano (shipibo), respectivamente– y, en ese sentido, son representantes de una diversidad largamente ignorada. Por eso me gusta que esa riqueza idiomática recaiga en la voz de aquellos niños y niñas, los nunca escuchados, los olvidados. Cómo no anhelar que en esa infancia y en sus palabras perviva la multiculturalidad de todo un país. Las películas están allí. Vayan a verlas.



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Juan Carlos Fangacio Arakaki es Subeditor de Luces