Un aplauso para las respondonas, por Mario Ghibellini
Un aplauso para las respondonas, por Mario Ghibellini
Mario Ghibellini

A este paso, monseñor Cipriani nunca llegará a convertirse en el papa Euplagio I. Últimamente, todo le sale mal y su imagen solo se deteriora. Y como se sabe, todos los desatinos compungen a Roma.

¡Cómo ha de añorar ahora el cardenal los días dorados en que Popy Olivera llevaba cartas apócrifas al Vaticano y le permitía lucir como la víctima de una conspiración tan vasta como incompetente! Porque, a decir verdad, su situación actual es casi la de un villano de dibujos animados, que acaba siempre enredado en el aparato que él mismo ha montado para arrinconar a sus antagonistas.

CHAPULÍN PURPURADO

La manera como la Santa Sede ha zanjado recientemente los jaloneos sobre la participación de la iglesia en el manejo de la universidad Católica es un buen ejemplo de ello. Pero en ese escenario, mal que bien, su exposición no fue tan personal y alguien podría alegar que la ‘contraola’ no lo revolcó de un modo tan ignominioso. La resaca de sus malhadadas incursiones en los medios, en cambio, no deja margen ni para la resignación cristiana.

Excomulgado de la prensa escrita por lo copioso de su producción, el príncipe de la iglesia se refugió tiempo atrás en las ondas radiales y a través de ellas continuó derramando condenas o indulgencias, según fuera el caso, sobre creyentes y descreídos. Y fue desde ese púlpito sin adornos, precisamente, que nos obsequió sus parábolas más celebradas. Esto es, la de las mujeres de escaparate y la de las ministras respondonas.

Las réplicas del público atento a su prédica ‘bulera’, por supuesto, no se hicieron esperar y sonaron como bofetadas en ambas mejillas. Y en el primer caso, aunque en un momento trató de recurrir al consabido expediente de las palabras malinterpretadas, monseñor tuvo que encajar el costo de su desborde retórico y admitir, con malhumor, que su frase había sido “desafortunada y equivocada”.

En el segundo caso, sin embargo, harto al parecer de tanta contrición, tuvo una iluminación mundana y trató de salir del aprieto desplegando una astucia con la que, literalmente, no contábamos: pedir durante la homilía de la misa en honor de Santa Rosa un aplauso para la mujer. Eso –ha de haber razonado él– comprendía después de todo a las respondonas en cuestión y, en esa medida, seguramente las dejaría incluso más contentas de lo que estaban antes de que las arrochara por insurrectas. Total, ¿qué hija de Eva no se deja aturdir por el batir de palmas, que siempre evoca las premiaciones de los programas del mediodía o el cierre de los recitales escolares por el Día de la Madre?

El ardid, previsiblemente, no tuvo el efecto esperado y más bien incrementó la irritación de algunas señoras. Entre otras cosas, porque una vez más presentaba a las mujeres como merecedoras de halagos o mimos, pero no como ciudadanas con igual derecho que los hombres a ocupar cargos de autoridad política y ser respetadas en las iniciativas que toman como efecto de esa responsabilidad. Es decir, era un gesto paternalista. ¿O es que acaso alguien se imagina al cardenal pidiendo también un aplauso para los caballeros por el importante rol que cumplen en el país y en su casa?

Esta columna fue publicada el 3 de setiembre del 2016 en la revista Somos.