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“Todas para una”, por Nora Sugobono - 1
Nora Sugobono

Hace cuatro días yo no sabía que ella había sido violada por su primer enamorado, una noche que sus padres estaban fuera. Hace tres que ella fue golpeada brutalmente por su marido estando embarazada. Hace dos que, una tarde al volver del colegio, ella fue amarrada y secuestrada por un grupo de chicos de su barrio. Hoy por la mañana supe que ella había sido manoseada durante toda su niñez por un tío; por su padre; por su abuelo. Ella: mi colega del trabajo, mi profesora de la universidad, mi amiga de la infancia, la bloguera que sigo en Instagram, la actriz que veía en las novelas, la periodista, la modelo, la estudiante, la escultora, la empresaria, la madre, la prima, la hermana, la hija, la bisexual, la casada, la soltera, la lesbiana. La mujer que tengo al lado.

Hace cinco días yo no había tomado consciencia de lo afortunada que soy por no haber sido golpeada ni violada ni asesinada por mi pareja o por algún familiar. Por haberme salvado de ese infierno, al menos hasta ahora. Porque también sé que de esto -todavía- ninguna se salva. No lo hicieron las 54 mujeres que han fallecido víctimas del feminicidio en lo que va del 2016.

De lo que no he podido salvarme, como todas las mujeres que conozco -y que he conocido en solo algunos días- es de haber sufrido alguna clase de abuso físico, psicológico o sexual durante mi vida. (*Va una aclaración, si cabe, estimado lector: el abuso no solo se traduce en una violación o un ojo morado). Todas lo hemos vivido. Todas. Solo es necesario que hagamos un ejercicio de memoria. Y eso es lo único que vengo haciendo desde que pertenezco al grupo de Ni una menos: recordar.

Es lo que todas venimos haciendo.

Muchas lo han callado toda una vida; otras lo reservaron para alguna terapia que (afortunadamente) pudieron costear. Algunas más lo olvidaron, lo borraron de su mente. Y el resto solo aprendió (¿se aprende?) a vivir con el monstruo, a lidiar con depresiones, a odiarse a sí mismas, a ver cómo sus relaciones fracasaban, a desconectarse de su sexualidad, a castigarse una y otra vez. ¿Por qué el silencio? Ojalá pudiésemos encontrar una sola respuesta: por miedo y vergüenza; porque las autoridades no actúan; por pensar que somos culpables por la ropa que usamos o las elecciones que hacemos; porque nadie nos iba a creer.

El muro del grupo que surgió en Facebook el pasado domingo 17 de julio con la intención de responder a la impunidad que hay en torno a la violencia ha servido para mucho más. Tanto más. No solo ha logrado reunir a miles de mujeres en una cruzada multitudinaria. También ha ayudado a muchas de ellas a liberarse de una carga que nunca habían podido compartir con nadie a sus 60, 47, 17 o 33 años. Veo con satisfacción cómo mis redes sociales se han llenado de mensajes de apoyo, empatía y solidaridad. Veo con más satisfacción que todo ello se ha trasladado, también, al mundo real. Ha surgido debate, ha habido discusiones, hay instituciones que brindan su apoyo y hombres que reafirman que son aliados, no enemigos.

Me alegra. Pero, incluso en ese ánimo, no consigo reprimir la indignación y la impotencia que siento al leer la cantidad de testimonios que narran episodios ocurridos durante la infancia. No debería asombrarme: en el Perú las cifras indican que niñas y adolescentes son la población más afectada. De hecho, datos recientes evidencian que este grupo representa el 90% de las violaciones sexuales que se denuncian, cuando se denuncian. Sin contar los casos que quedan impunes -que son la mayoría- a pesar de haber sido denunciados. Este no es el país que quiero para mis hermanas, mis sobrinas o mis hijas, el día que elija tenerlas.  

He aquí una misión para nosotras, entonces: que todas las niñas de este país sepan que no están solas. El 13 de agosto llevémoslas a la marcha, hagámosles sentir que un cambio está por venir, que si las tocan a ellas nos tocan, también, a nosotras. Demostrémosles que la unión sí hace la fuerza.

Y que eso las hará más fuertes.

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