¿Qué falló en Las Bambas?, por Jaime de Althaus
¿Qué falló en Las Bambas?, por Jaime de Althaus
Jaime de Althaus

es un caso en el que, extrañamente, el Estado hizo las cosas bien, por lo menos hasta cierto momento. Asumió un rol protagónico desde el principio. 

El proyecto fue promovido por Pro Inversión bajo la dirección de Jorge Merino, que envió equipos a las comunidades y distritos de la provincia de Cotabambas y también a Abancay para explicar el proyecto y recoger las demandas y preocupaciones de la población.

Esos equipos llegaron a 17 acuerdos con las poblaciones, que se plasmaron en “La Declaración de Chalhuahuacho” del 2003, firmada por las autoridades regionales, locales y comunidades, que establecía obligaciones que debían cumplir la empresa y el Estado.

Lo interesante es que esos acuerdos se incorporaron a las bases y al contrato, junto con un fideicomiso (fondo social) de 76 millones de dólares creado con el 50% de lo que pagó la minera por la concesión para financiar proyectos de desarrollo. Luego la empresa ha invertido 250 millones de dólares más en proyectos sociales y productivos.

Pero la cosa no quedó allí. Merino, desde Pro Inversión, lideró personalmente, en el terreno, hasta el 2011, la implementación de los compromisos y el trabajo en las comunidades.

Eso implicó, incluso, un trabajo casa por casa, llevando cocinas mejoradas, paneles solares y explicaciones acerca del proyecto que contrarrestaran la propaganda antiminera de Conacami y otros que también hacían trabajo casa por casa. El Estado hizo activismo pro inversión minera. Es la única forma.

Cuando Merino asumió la cartera de Energía y Minas, reforzó la Dirección de Gestión Social, pero a su salida esta perdió personal y el manejo de las cocinas mejoradas, que pasó al Midis. Se abandonó, entonces, el activismo cara a cara en las comunidades dejando el campo libre a los antimineros, que aprovecharon, por ejemplo, para infundir el temor a la inocua planta de molibdeno.

A comienzos del 2012 se formó la primera mesa de desarrollo. La ciudad de Challhuahuacho había crecido desordenadamente de 500 a 15 mil habitantes en diez años, sin servicios adecuados de agua, luz y salud, pero solo para tener que reducir abruptamente sus actividades estos últimos meses como consecuencia del fin de la construcción de la mina sin que nadie haya planificado el tránsito a la desmovilización ni la reconversión de actividades.

Los dueños de restaurantes, hoteles y otros servicios se quedan sin trabajo y los camioneros exigen un cupo en el transporte de mineral, que ya fue licitado a una empresa grande que ofrece garantías de seguridad.

Este reflujo notorio del empleo y los negocios despierta la ansiedad por nuevas formas de exigirle a la mina un pedazo de la torta (volver a vender las tierras) que, junto al abandono del trabajo de campo, es aprovechado por radicales del Movadef, etnocaceristas y otros para atacar, con el saldo lamentable de tres muertos. La fiscalía de Challhuahuacho ya formalizó denuncia penal contra tres detenidos por tenencia ilegal de armas y explosivos y daños agravados a la propiedad privada.

Habría que revisar si la empresa ha hecho lo suficiente en el trabajo con la gente y si los proyectos de desarrollo estuvieron bien enfocados. Tenemos que aprender qué fue lo que falló.

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