"A escondidas, como un cobarde", por Renato Cisneros (Ilustración: Nadia Santos)
"A escondidas, como un cobarde", por Renato Cisneros (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Me pregunto por qué no se ha escrito nada demasiado elogioso acerca de los audífonos. No debería vérsele como un invento menor, reducido a la condición de adminículo, pues su prodigio es doble y simultáneo: nos aíslan del ruido exterior y, sobre todo, nos protegen del prejuicio ajeno. Si los demás supiesen las canciones que escuchamos con placer (no tan) culposo, nos señalarían burlándose, estigmatizándonos por nuestras preferencias, incapaces de admitir que quizá ellos, a escondidas, también las cantan de memoria.

Hace un año, Joselo, el ‘Oso’, el bajista de Café Tacuba, reconoció en el Hay Festival de Arequipa que en su Ipod había canciones de Timbiriche. La confesión provocó en varios asistentes la típica tos nerviosa de quien se siente descubierto. Hay mucha hipocresía respecto del gusto. No tengo duda de que si se levantara el ‘secreto musical’ de los ciudadanos, si se hicieran públicas las ‘recomendaciones semanales’ que Spotify propone en función de nuestras selecciones, más de uno, incluso aquellos que en el papel dicen aborrecer el mainstream, se verían groseramente desenmascarados.  

Aprovechando la bombástica celebración planetaria por los 20 años del estreno de Titanic, me toca confesarlo aquí: sí, tengo My Heart Will Go On en mi iTunes. No figura en las listas de ‘Las más escuchadas’ ni ‘Mis preferidas’, pero ahí está. Y como tengo sincronizada la música de la laptop con el celular, más de una vez la canción de Celine Dion me ha sorprendido en circunstancias incómodas. Un viernes por la tarde, por ejemplo, al acercarme al grupo de treintones aparentemente impasibles con quienes juego fútbol en Madrid, uno de ellos me preguntó qué venía escuchando. Incapaz de pronunciar el nombre de la canadiense, me limité a apagar el dispositivo y a mentir con descaro: “El último disco de Bowie”.  

Una vergüenza de ese tipo es social antes que estética. Lo comprendí después de leer Música de mierda (Blackie Books, 2007), del también canadiense Carl Wilson. Con sus más de 200 páginas, el texto me despojó de la sensación de estar cometiendo un atroz crimen artístico por escuchar, a veces, a solas, con extraño remordimiento, la canción emblema de Titanic, ganadora de cuatro premios Grammy y del Óscar a la Mejor Canción Original en 1997, pero también, lo sabemos, un himno meloso, lacrimógeno, desprovisto de mayor épica.  

Los editores le pidieron a Wilson escribir un libro a partir de un disco que lo haya marcado. Después de meditarlo, apostó por la operación contraria: eligió un disco que detestaba, Let’s Talk About Love, de su compatriota Celine Dion. Pero en lugar de cuestionar la calidad de los temas o de sospechar de las razones por las cuales la cantante permaneció durante tantos años en los primeros puestos de los principales ránkings, Wilson acomete una labor audaz: utiliza el disco o más bien la figura querida y resistida de Dion como caso de estudio y, a partir de ahí, ensaya ideas sobre el “buen y el mal gusto” musical. 

Lo interesante es que, a medida que se concentra en entender el fenómeno de lo popular y el ciclo vital de la artista, el autor va abandonando sus convicciones iniciales –muchas de ellas gremialistas– y termina identificado con Dion. En una entrevista posterior, Wilson afirmó que poner en duda sus propias ideas le ayudó a modificar su sentido de la crítica. “Ahora intento centrarme menos en promocionar una agenda regida por mis gustos y más en entender los objetivos de los propios artistas y en evaluar lo bien que están dando cuenta de esas ambiciones. Ya no me preocupa si la música de baile es inteligente o subversiva, sino cómo funciona en la pista”.

Wilson nos retrata bien cuando en su libro advierte que “tarareamos canciones que decimos detestar”, o que “solo nos emocionamos cuando nadie nos ve”. Su diagnóstico –mentimos sobre lo que nos gusta para que nos acepten– es una verdad del tamaño de una montaña. O mejor, de un iceberg. 

Esta columna fue publicada el 16 de diciembre del 2017 en la revista Somos.

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