En las paredes de los cuatro pisos que tiene hoy Mi Barrunto –el local le debe su nombre a una canción de Héctor Lavoe– Augusto Sánchez ha colocado gigantografías, banderas, cuadros, camisetas firmadas de jugadores de Alianza Lima de varias generaciones; incluso tiene un mural dedicado a su amigo, Daniel Peredo. Hay tantos recuerdos futboleros –abundan las estampas del viaje que Sánchez realizó a Rusia, tanto para acompañar a la selección como para preparar cebiches– que Mi Barrunto casi podría catalogarse como un restaurante temático. No nació con esa idea. En medio de todas esas fotos y todos esos triunfos inmortalizados como parte de la decoración, también hay una imagen de María Luz Aranda, su mamá.
Augusto llegó a La Victoria siendo muy pequeño. María Luz, secretaria de una fábrica de cartones en San Luis y madre soltera, se había ganado una casita en un sorteo del Fonavi donde podrían vivir ella y sus tres hijos. Eso es algo que a Augusto no se le olvida nunca. Cada vez que se asoma por la ventana de su restaurante, la vista da a la construcción que alguna vez fuera su hogar. Mi Barrunto está ubicado en la misma calle donde creció y de la cual no quiere irse: el jirón Sebastián Barranca, en Matute. “Antes no había canchitas de fútbol en La Victoria”, cuenta Augusto. “Así que salíamos a jugar pelota a la pista. Cuando terminábamos, nos íbamos al mercado (de Huamanga o El Porvenir) a comer un cebiche de dos soles. Era un plato que estaba al alcance de todos”, recuerda. Las cebicheras de entonces –mediados del 80– lo preparaban en fuentes de plástico y lo tenían listo para servir con leche de tigre, yuyo y un chilcano de cortesía. El chicharrón de pota se consideraba un extra. “Nosotros nos hemos criado comiendo y viendo”, dice Sánchez, con el fútbol como eje central de su existencia. Su destino había estado trazado desde el comienzo.
En 1995, cuando tenía 15 años, él y su hermano mayor deciden emprender un negocio en casa para ayudar a pagar la luz, el agua y otros gastos. “Le pedimos a mi mamá que nos deje vender cebiches los sábados y domingos y accedió: tiempo después nos dijo que lo hizo para que no cayéramos en la delincuencia”. Fiaron el pescado, compraron unas mesas y así empezó el partido. “No sabíamos cómo llevar un negocio gastronómico: lo que teníamos era el ADN del barrio, de La Victoria”.
La primera vez que recibieron a los jugadores del Alianza Lima fue a inicios del 2000. A partir de esa fecha, y al día de hoy, por Mi Barrunto han pasado –y continúan pasando– todas las categorías y todos los talentos del equipo, con la ‘Foquita’ Farfán (a quien Sánchez conoce desde niño) a la delantera. Muchos de ellos tienen platos con sus nombres; otros han conocido ahí a sus esposas o celebrado clasificaciones y demás fechas importantes. La cocina marina, abundante, con calle pero elegante de Mi Barrunto les trae suerte, dicen.
El ombligo de la capital
“Si uno quiere hablar de Lima, necesariamente tiene que hablar de La Victoria”. Para el periodista y escritor Eloy Jáuregui, es aquí donde se gesta una mezcla como ninguna otra sostenida en muchos factores, pero en uno fundamental: la ubicación del distrito. La Victoria conecta todo Lima, la atraviesa; se convierte en un centro neurálgico a consecuencia de la expansión de Lima –de una nueva Lima– y acoge a migrantes de centro y sur; comerciantes y viajeros que traen sus costumbres y sus sabores. “Es la cuna del criollismo. Esa fusión de cholo, blanco, chino, japonés y negro. Aquí nacieron las primeras peñas, pero también la primera cebichería que existió como tal: El Peñón, hacia la década del 50. Cebiche se vendía en todos lados, pero no se había abierto un local con ese concepto hasta entonces”, narra Jáuregui.
¿Cómo es que, sin estar cerca del mar, el cebiche se convirtió en el plato bandera de la zona? Era en La Victoria donde quedaba el primer terminal marítimo de Lima, justo al lado del mercado mayorista de La Parada. Pero el pescado era solo la entrada. “La Victoria está plagada de picanterías”, continúa Jáuregui. “Los migrantes que llegaron de Cerro de Pasco, Huánuco y Huancayo establecieron sus tradiciones aquí. Se produce un choque cultural, pero uno que va más allá de lo propio y comprende a los chinos y japoneses, que también abrieron bodegas y locales en estas calles”, finaliza. La cercanía con el centro fue un factor decisivo.
Antes de abrir La Buena Muerte en Barrios Altos –el nombre viene de la plazuela frente a la cual estaba ubicado el local–, Minoru Kunigami había regentado un espacio de comida criolla que le fue traspasado por un tío, en el jirón Francia de La Victoria. No tendría cómo haberlo sabido entonces pero un día su legado regresaría, y viviría, en ese mismo distrito. Desde 1959, con La Buena Muerte Kunigami revolucionó la cocina peruana con la creación de lo que hoy se conoce como comida nikkéi. Tomaba las recetas de la tierra de sus padres –él había nacido en el Perú– y las coloreaba con los ingredientes y saberes propios de esta tierra. El año pasado se habrían cumplido 60 años de fundación de aquella mesa emblema, pero el local de tres pisos que antes se abarrotaba de sibaritas y curiosos (acudían seducidos por la rompedora mezcla) no resistió al centro de Lima. Cerró hace dos años.
Mucho antes de que eso ocurra, Kioshi Kunigami, el penúltimo de los 14 hijos que tuviera Minoru, convenció a su padre de abrir un segundo local en Santa Catalina. Han pasado casi tres décadas y es ahí donde se conserva el legado de su familia: con el tamal de pescado, sudado de chita y kamaboko relleno que Minoru convirtió en su sello y que Kioshi aprendió a preparar tal y como él lo hacía. “Este año empezamos una remodelación, sin perder la esencia”, explica él. “Mis hijas nos ayudaron a entrar a redes sociales, porque con el boca a boca ya no es suficiente. Antes era lo único que se necesitaba en un restaurante”. Una de las grandes riquezas de estas mesas quizá radique en algo como esto: esa convivencia tan natural entre el pasado y el presente, palpable en múltiples manifestaciones: desde una receta hasta el color de un mantel o la distribución de una barra. Con el tiempo no detenido, sino generoso.
Sigue siendo el rey
Cuenta Javier Wong que una vez le dijo al presidente de turno que se le había acabado el pescado para no recibirlo. Al mandatario se le habían subido los humos y en la casa de Wong o se acatan sus reglas o mejor no se va. Le han propuesto un millón de veces negocios en otros lados: abrir un restaurante aquí; tener otro por allá. Él no quiere salir de su zona (la sala está habilitada para recibir a una treintena de comensales; no más), incluso cuando al inicio los comensales eran renuentes a acercarse a la zona por un tema de seguridad. “Siempre fuimos un centro gastronómico, pero no cualquier persona podía ir porque era inseguro. Había anticucherías muy buenas, postres deliciosos, y aun así la gente de otros lados no venía”.
Wong empezó cocinando en Balconcillo, el barrio que lo acogió y donde creció (llegó a los cinco años, tras la muerte de su padre). Más adelante trasladó su negocio, a su esposa y sus dos hijos a una casa en Santa Catalina, la misma donde se le encuentra todos los días, previa reserva, y donde hoy pasa más tiempo que nunca: ahora atiende de martes a sábado, para cuidar su salud, y no acepta eventos de noche.
Es en esa sala donde ha recibido a todos los presidentes del Perú y a los protagonistas del boom gastronómico. A personalidades como Bill Clinton y Anthony Bourdain. A equipos de la CNN, el New York Times y la BBC. Cobra lo que quiere y en las entrevistas dice lo que quiere, pero sostiene su verdad: para el cebiche se necesitan cinco ingredientes y cinco ingredientes son los que él utiliza. Javier Wong no tiene pelos en la lengua y –bromea– tampoco en la cabeza. Embajador de la cocina peruana en el extranjero, cocinero de culto y símbolo de la fusión que nos enriquece como país, Wong también ha abierto las puertas de su distrito al mundo. La Victoria es un imán, insiste. Algo de lo que no se puede alejar.
“A La Victoria lo que le falta es orden”, finaliza. “Sabor tenemos de sobra”.