Lurgio Gavilán, exsenderista y exmilitar, ha escrito “Carta al teniente Shogún”. (Foto: Raph Zapata)
Lurgio Gavilán, exsenderista y exmilitar, ha escrito “Carta al teniente Shogún”. (Foto: Raph Zapata)
Renato Cisneros

En marzo de 1985, Lurgio Gavilán era un adolescente captado por Sendero Luminoso. Un aspirante a guerrillero sin DNI pero con fusil. Un joven ayacuchano revolucionario que no tenía claro qué tipo de revolución pretendía llevar a cabo. Una tarde, en medio de la montaña, la columna terrorista que integraba fue emboscada por una patrulla del Ejército. Varios de sus camaradas fueron alcanzados por balas militares, unos pocos lograron escapar, solo él fue capturado. Pudieron matarlo; es más, debieron ejecutarlo según los códigos de guerra de entonces; sin embargo, le salvaron la vida. Un hombre en concreto, un teniente apodado Shogún, se compadeció de él, ordenó alto al fuego y dio instrucciones para asimilarlo al batallón. A partir de ese momento, la vida de Lurgio Gavilán cambió para siempre. ¿Por qué el teniente no cumplió con matarlo como correspondía? ¿Por qué lo salvó?

Cuarenta años más tarde, convertido en padre, antropólogo y escritor, pero sin abandonar su esencia de hombre de campo, Gavilán vuelve a enfrentar la que quizá sea la gran pregunta de su existencia: ¿por qué sigo con vida? Si su presencia en el mundo es resultado de una primera desobediencia –la de un militar que no dispara cuando la circunstancia lo demanda–, él añade una segunda: la de un narrador que vuelve sobre sus recuerdos en un país que tiende obstinadamente al olvido.

Carta al teniente Shogún (Debate, 2019) es una epístola con más de un destinatario y más de una intención. Por un lado, efectivamente, se trata de la misiva de un hombre que conoció desde muy temprano los tormentos de una guerra en la que no pidió intervenir (“era un niño pero estaba cansado”) y que ahora busca conocer el paradero e identidad del misterioso uniformado que le concedió la gracia (¿o la carga? ¿o la culpa?) de mantenerse con vida. Por otro lado, estamos frente a un valioso documento que revela cómo se vivieron el advenimiento de Sendero Luminoso y la guerra interna en los caseríos más remotos de la sierra y la selva, donde la violencia generó daños estructurales, muchos de ellos irreversibles, que el Estado desatiende gobierno tras gobierno.

"Carta al teniente Shogún" - Lurgio Gavilán. (Foto: Difusión)
"Carta al teniente Shogún" - Lurgio Gavilán. (Foto: Difusión)

Cuando nos habla de su pueblo en Ayacucho, su familia, sus hermanos o su madre muerta, Gavilán aparece como un narrador emotivo, por momentos pasmado e ingenuo. Al hablar de la naturaleza, en cambio, su voz alcanza vigor poético. Resultan conmovedoras, por ejemplo, sus alusiones al vuelo del cóndor, al canto de las calandrias, a los sembríos de maní, a “las piedras pulidas por el agua”, a “la reverberación tibia de la luna menguante”, a “la claridad lánguida del espacio infinito”. No es casual que muchas de esas descripciones atmosféricas remitan tanto al Pedro Páramo de Juan Rulfo; después de todo, qué es Gavilán en este libro sino un Juan Preciado que busca incansablemente a su padre en un territorio neblinoso, nada más que en este caso el padre anhelado no es el biológico, sino el impuesto por el destino. Un padre al que ama y al que odia, porque si bien el teniente lo salvó, también ordenó dar muerte a sus camaradas, entre ellos Rosaura, su compañera más querida. En un plano menos evidente, el teniente Shogún, personaje sin rostro ni nombre, villano y redentor –además de constituirse en metáfora de una institución militar que incurrió en excesos criminales durante los años de la violencia política–, es la encarnación simbólica de un país lleno de contradicciones, donde lo mísero y lo esperanzador se presentan a diario, muchas veces de la mano.

Shogún es un hermoso libro que habla sobre las injusticias, sobre el devenir, sobre el estigma, sobre lo decepcionante que resulta la realidad y sobre cómo una guerra deshumaniza a la sociedad que la consiente primero y después no quiere recordarla. La carta, en cierto modo, está dirigida a todos nosotros, los peruanos, que no vemos que el nuestro “es un país con los huesos calcinados” y que, en nuestra pugna cotidiana con el otro, en esas resistencias que nos genera lo distinto, muchas veces nos dejamos ganar por la rabia. Una rabia que, como bien apunta Gavilán, siempre es soledad. //

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