Jaime Bedoya

Hay en Chiclayo un chifa de desafortunado nombre. Si bien inicialmente la denominación en cuestión provoca algo de gracia, una rápida reconsideración hace entender dicha elección como fallida. El chifa se llama .

Jackie Chan es un celebrado actor cómico de artes marciales chinas. Se ha ganado el respeto y cariño de su público quebrándose decenas de huesos de su trajinado esqueleto al desempeñar el mismo sus escenas de peleas. Desde el punto de vista cinematográfico, (no se le conoce talento gastronómico), su relación con el sacrosanto chifa peruano es absolutamente nula.

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Usar su nombre para referirse al quehacer chifero califica como un recurso farsante, antes que astuto. La portentosa fusión agridulce del rubro culinario en cuestión debería bastar para atraer paladares, en vez de recurrir a una vinculación equívoca. En el chifa, sin sabor no hay valor.

Ese cuestionable recurso parece haber sido el mismo que aplicó el señor César Acuña al momento de bautizar su negocio de estudios universitarios exprés con el nombre de uno de los mayores poetas de la lengua española, el peruano César Vallejo.

La laxa masividad con que otorgan títulos universitarios, situación evidenciada por la indefendible tesis de maestría presidencial, deja en claro que a dicho centro académico el nombre le queda grande. A la vez que ensucia el noble apellido con una impuesta parentela hacia lo fraudulento.

La osadía se descubre más grosera aún al otro lado del océano ante la tumba del poeta, en esa irremplazable revelación que la presencialidad regala. Vallejo escribió en un poema póstumo:

Hay madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

El verano se adelanta en París y el sol arde sobre el cementerio de Montparnasse. El poeta pucalpino Jorge Nájar ha tenido la deferencia de bancarse un trote en tren para compartir su conocimiento sobre la vida parisina de Vallejo a la vera de su lápida.

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Llegar hasta donde el poeta reposa es un acto de peruanidad geoespacial. El corazón late diferente buscando la correspondencia con las instrucciones de amables guardianes de tumbas. Esta vez una espontánea escolta de señoras peruanas marca el lugar. Una de ellas vive en Francia y recibe a dos visitas. El plan de las tres, visitar a Vallejo un día de sol.

Cuentan que han venido antes y han encontrado flores, boletos de metro y comida sobre la tumba. Nájar, que tiene décadas estudiando a Vallejo, confirma que su sepulcro se ha convertido en una pascana en el mejor sentido de la palabra: hospedaje espiritual para quien lo visita.

Será por esa cualidad inasible, o por el sol que inútilmente pretende derretir el mármol, es que entre el relato de las honduras verbales y las aventuras carnales del poeta se cuela un tema: Si César Vallejo es el nombre de una universidad y equipo de fútbol, ¿podría ser también el de un chifa o una pizzería?

Una probable respuesta al respecto ya fue dada alguna vez por el fundador de la Universidad César Vallejo, el mismo señor Acuña. Fue cuando tuvo la gentileza de explicar en sus la inmortalidad del poeta de Santiago de Chuco:

Yo diría que Vallejo no ha muerto. Vallejo está vivo. Y digo que está vivo porque la universidad se llama César Vallejo.

Inmortalidad, más bien, es la de un verso vallejiano de 1939 que parecería responder a quien usufructúa su nombre:

Fue domingo en las claras orejas de mi burro,

de mi burro peruano en el Perú (perdonen la tristeza)

Posteriores cervezas en la vecina rue de la Gaité -calle de la alegría- ahí donde Vallejo le sacaba tinta a cuatro monedas, hizo olvidar a ese burro peruano una soleada tarde de cementerio.

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