"No todos los hijos están llamados a defender a sus padres". La columna de Renato Cisneros.
"No todos los hijos están llamados a defender a sus padres". La columna de Renato Cisneros.
Renato Cisneros

cree que su padre es inocente. Lo hemos escuchado a su salida de la residencia del embajador de Uruguay. Cree que hay una persecución judicial contra él, que los fiscales quieren encarcelarlo a cualquier precio. Es comprensible su postura. También Kenji cree que su padre no cometió crímenes de lesa humanidad, de ahí que bregara desde el Congreso para que lo indultaran. Incluso Keiko, más allá de sus conveniencias políticas, es concesiva con su progenitor y prefiere hablar de “errores” antes que “delitos” cuando recuerda el gobierno de Alberto Fujimori. En esa misma línea de defensa a ciegas, imagino, se mantendrían los hijos de otros ex presidentes incluidos en procesos judiciales si alguien les pidiera una opinión, con excepción, claro, de Zaraí Toledo, cuya biografía le confiere margen para ser crítica con el prófugo Alejandro Toledo, su padre.

En cualquier parte del mundo es difícil pedirle a un hijo juzgar a su padre. En el Perú, un país profundamente patriarcal, históricamente caudillista, donde la figura paterna ejerce a la vez fascinación y dominio, es aún más notoria la dificultad para contradecirla o desautorizarla. El padre encarna la ley. ¿Quién en sus cabales iría en contra de la ley?

Muchos de nosotros tenemos amigos o conocidos que han optado por la misma profesión que sus padres, quizá resignando una vocación distinta, tal vez por temor a quebrantar una arraigada tradición familiar. Siempre me he preguntado si en esas familias donde hay tres y hasta cuatro generaciones de médicos, abogados, militares, etcétera, los hijos menores son lo que en el fondo querían ser o apenas lo que pudieron o lo que les dejaron ser.

Más allá del ámbito privado, el tema se vuelve delicado cuando la relación paterno-filial tiene dimensión pública y asoma un polémico entredicho entre las partes. No hay muchos ejemplos en nuestro país. Aquí los hijos suelen sacar cara por sus padres, y viceversa, dejando de lado consideraciones morales o éticas. La sangre, se sabe, siempre pesa más. Hace unos días escuchábamos al ex jugador de fútbol Alejandro ‘Agujita’ Baza salir en defensa de su hijo criminal, quien había caído abatido después de asesinar a dos policías. No fue una defensa sensata, pero quién podría reprochársela.

¿Se puede marcar distancia de un padre o un hijo en una sociedad mayoritariamente conservadora, cuya lógica familiar no contempla el disenso? ¿Se convierte uno automáticamente en oveja negra por deslindar de su padre o su hijo cuando este incurre en delito, cuando es sospechoso de haberlo cometido o cuando evita enfrentarse a la justicia? ¿En un hogar donde habita un padre corrupto los hijos deben cerrar filas? ¿Dónde empieza y termina el espíritu de cuerpo?

Hace una semana se desarrolló en Buenos Aires el Primer Encuentro Nacional de Historias Desobedientes, organizado por un colectivo que reúne a hijos y familiares de los genocidas que participaron en la feroz dictadura argentina de los años setenta. Ese esfuerzo recuerda al montaje local 1980-2000: el tiempo que heredé, donde cinco jóvenes emparentados con personajes muy polémicos de aquellos años repasaban sobre el escenario la época del terrorismo desde su óptica familiar y generacional.

Ambos casos son, por supuesto, extremos: no es fácil ser descendiente de gente que incurrió en la ilegalidad. Si los traigo a colación es para discutir la idea de que, con relación a los padres, está permitido dudar y desconfiar. No se recomienda, pero no está mal, no es un pecado ni un error. Quizá eso les falta a ciertos hijos o a ciertos correligionarios que se comportan como vástagos o herederos: dejar de blindar a sus padres por el solo hecho de serlo, rebelarse al mandato colectivo y, en este reino de la complicidad disfrazada de disciplina, volverse un poco desobedientes. //

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