Uno siempre puede elegir cómo queremos reaccionar ante las circunstancias y cómo queremos que nos afecten. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Uno siempre puede elegir cómo queremos reaccionar ante las circunstancias y cómo queremos que nos afecten. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Lorena Salmón

Aunque no lo crean, existen fórmulas de felicidad comprobadas por la ciencia. Se sabe que el contacto con la naturaleza enriquece el alma y el espíritu, que el agua salada ayuda a curar las penas, que caminar al aire libre solo 15 minutos mejora nuestro estado de ánimo. Todos los estudios acerca de la felicidad señalan que el ser humano sin vínculos y sin contactos con los demás está condenado a una vida de solitud y tristeza. Necesitamos tocarnos, abrazarnos, darnos besos, sonreírnos.

Las medidas adoptadas por la nos han quitado la alegría de vivir. Todo lo que nos hace bien, paradójicamente, ahora nos hace mal.

Los niños sin interactuar con sus amigos, sin la libertad de poder ser niños –para colmo, ahora con la absurda carga de ser potenciales ‘asesinos’ de sus seres queridos–, no pueden ni siquiera salir de sus casas. Lo mismo los adolescentes, perdiéndose todo lo que en esta época de su vida es vital: la interacción real con sus amigos. Ni qué decir de los adultos mayores, condenados a una vida detenida.

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Pienso en mis hijos, que en todos estos meses de pandemia no han podido ver a sus amigos o reunirse con ellos, compartir algo juntos, más allá de la conexión desde sus casas. Qué impotencia tan grande. Pienso en mis padres, de 64 y 66 años, que ahora son parte de la población que, como bien diría Felipe Morris en su columna “Adultos mayores”, permanecen en ‘arresto domiciliario’: no pueden ir a tiendas, no pueden ir a restaurantes, ¡y mis papás están sanos!

Pienso en los que acatan todo sin siquiera cuestionar, gobernados por un miedo absolutamente justificado: los medios nos llenan de terror sobre el tema, a cada rato, enfocándose siempre en lo terrible y mortal del virus. Donde uno mire hay información al respecto y donde no se mire, también. El otro día, buscando en Internet acerca de estadísticas sobre la capacidad de atención del adulto, un tema que no tiene nada que ver con la pandemia, me di con la sorpresa de que todas las respuestas que me arrojaba el algoritmo eran sobre COVID-19. Basta ya.

Personalmente, no tengo intención alguna de dejarme vencer por el miedo: ni por la enfermedad ni por la muerte, que he podido comprender como parte ineludible de la vida. Pienso en una frase que hace unos días un amigo mencionó: hay que aguantar nomás. Se me quedó resonando: personalmente, yo no quiero aguantar. Al contrario, quiero hacer lo que esté en mis manos para que esta situación sea lo más sana posible para mi salud mental y la salud mental de quienes amo y quiero.

amo y quiero.

Una vez que la cuarentena restringida se levantó, decidimos mudarnos: la idea era poder habitar un espacio que nos permitiera llevar esta situación lo más sanamente posible, donde pudiésemos todos estar en contacto con aquello que se ha recomendado como medicina preventiva y natural contra el COVID-19: sol, vitamina D, mar, naturaleza, caminar sin zapatos sobre la Tierra.

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A la idea se sumó mi única hermana y su gran familia, y desde hace un mes y una semana convivimos en un espacio hermoso rodeado de naturaleza, haciendo lo que hacíamos en Lima: teletrabajo y colegio desde casa, salvo que mis hijos están acompañados por sus primos. El resto lo cura todo: cielos increíbles, aire libre, agua de mar, sal en la piel, el corazón más contento y la capacidad de asombro por la magia de la naturaleza, intacta.

Creo fehacientemente que, a pesar de las circunstancias, uno siempre puede elegir cómo queremos reaccionar ante ellas y cómo queremos que nos afecten. Si ver el mar cura, imagínense vivir al lado. Esta sensación de calma, a pesar de la tormenta, es algo que les deseo a todos.

Que estén bien. //

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