"Al borde de la onerosa edad madura queda claro que no se vuelve al mar por un tema de bienestar físico o proeza atlética. Es un tema aristotélico", escribe el autor.
"Al borde de la onerosa edad madura queda claro que no se vuelve al mar por un tema de bienestar físico o proeza atlética. Es un tema aristotélico", escribe el autor.
Jaime Bedoya

Hace una década un trio de intrépidos sin otro peligro a la vista que el irse acercando a la edad madura, hizo de surcar las olas más dóciles de la una religión pagana. Puntualmente iban en busca de estas ondas tan mansas como caprichosas. Eran aquellas que intermitentemente emergían en la Reventazón del Waikiki, ahí donde Makaha reclama algo de respeto mar adentro.

Esta tarea, sin duda menor dentro del pródigo universo de rompientes peruanas, era acometida con seriedad y rigor dignos de mejor causa. Comenzaba por consulta satelital previa que buscaba los días más pulcros, aquellos con los que los tablistas tienen sueños húmedos de erotismo metereológico.

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Esas mareas amables y ordenadas eran el santo grial acuático. Fuertes, pero sin amenaza, se presentaban libres de vientos superficiales que hicieran del agua un terreno conflictivo. Esto propiciaba una sensación acuática tersa, como de terciopelo líquido. Lo que en lenguaje tablista se llama glass, un término sensorial intraducible pero que podría compararse a cuando un cuchillo rasga un flan por primera vez.

El equipamiento era de una prolijidad extrema, orientado a compensar habilidades promedio. El mullido del neopreno combatía la cobardía ante la proverbial frialdad del mar limeño. Era constante la aparición de adminículos innecesarios, de posible efecto placebo, que pretendían mejorar la experiencia minucia a minucia.

Entre ellos destacaba una quilla interrumpida por un tubo hueco que a través de ingeniosa hidrodinámica prometía aumentar la estabilidad del tablón a la hora de caminar sobre él. Una danza flotante sobre un inmenso y anacrónico artefacto para surcar olas. Lo cual nos lleva a detenernos en la nave marina de rigor: el tablón.

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Esta fabricación de espuma envuelta en fibra de vidrio era la versión moderna de los míticos maderos naturales con lo que este deporte había nacido en . La majestuosidad intrínseca de sus más de dos metros y medio de extensión se traducía de manera sicomotora: obligaba a movimientos mas cadenciosos, amplios y elegantes, similares al manejo preciso de un camión de carga de 16 ruedas. Como valor agregado ofrecía mayor flotabilidad y facilitaba la remada a un organismo camino a la edad madura. Una elegancia conveniente.

Este trío de tablistas amateurs tenía el ostentoso nombre de Los Jinetes del Apocalipsis. En sus años de mediocre pero entusiasta práctica deportiva entablaron amistad con terceros en ese grado superior que la camaradería marina propicia.

La mayoría de sus camaradas eran adultos mayores, que en La Reventazón encontraban el hábitat ideal para aún no resignarse a la agreste vida en seco. Algunos de esos tablistas veteranos un verano de pronto dejaban de ir. Nadie hacía preguntas inoportunas.

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Ahora que vivimos algo que se acerca al apocalipsis los jinetes del ídem han decidido volver al mar. Llega la y correr las olas de un litoral purificado por el miedo a la muerte es de las más consistentes actividades reconciliatorias con la existencia. Deslizarse sobre agua salada es más elegante que considerar el amor tras mascarillas.

Al borde de la onerosa edad madura queda claro que no se vuelve al mar por un tema de bienestar físico o proeza atlética. Es un tema aristotélico. Como dijera el griego, hay tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los que están en el mar. En estos días las dos primeras categorías se han acercado mucho.

Mientras que el mar sigue estando ahí. //

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