Una amiga me dijo alguna vez que “en el momento más oscuro de la noche, está por amanecer”. Se refería a esa mirada optimista de lo que puede venir después de tocar fondo, a esa posibilidad de ver algo de luz y de claridad después de darte cuenta de que caíste en un hoyo y que es imperioso salir de allí. Recuerdo que esa noche estaba muy oscura. No era un hoyo, pero estaba en un lugar subterráneo, caluroso y gris, en el estacionamiento inacabable de un centro comercial, para ser precisa. Salía muy tarde de un evento de lanzamiento que había hecho en ese entonces la empresa para la que trabajaba. Por distraída, no recordaba dónde había dejado mi auto. El código de vestimenta era elegante, así que recuerdo ese vestido pesado y largo que pisoteaba con los improvisados tacos que tuve que comprarme ese mismo día en el almuerzo. Pero lo que más me pesaba no era la tela del vestido ni las tremendas plataformas que tenían mis zapatos. Mientras más caminaba, me daba cuenta de que me pesaba pensar en el calendario, sobre todo en los días laborales, que sentía como kilos de papas (yo era el saco que las cargaba).
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Mientras recorría los sótanos en búsqueda de mi carro, cientos de vehículos salían con sus luces altas y con la bocina en modo cero paciencia. Por extraño que parezca, me hizo recordar por un instante a mí, viviendo siempre sin tiempo, almorzando con la compañía de la luz de la computadora iluminando mi táper de ensalada de quinua. Regresando a mi casa siempre de noche, tratando de que Waze me hiciera el milagro de poder robarle a la noche más minutos para estar con Fer antes de que caiga dormida.
Comencé a desesperarme, estaba en el sótano 5 y seguía sin encontrar mi carro. ¿Cómo puede ser que no recordara dónde estacioné? Tenía que detenerme y dejar de caminar sin siquiera tener claro a dónde iba. Tenía que sentarme a recordar y no seguir moviéndome por inercia. Pero esa reflexión no solo me iba a servir para encontrar mi auto, sino a mí misma. Era claro que me había pasado un tiempo sin volver a preguntarme mi propósito, lo que verdaderamente quería hacer con mi vida profesional. Estaba manejando hacia una ruta en la que ya no disfrutaba el paisaje: tocaba cambiar el destino así tuviera que comenzar de cero.
Pero quizá lo más difícil esa noche fue reconocer que también podía decir “ya no puedo”. Por años había pensado que ese tatuaje que se había vuelto uno de mis mantras –”Todo y más”– significaba no renunciar a lo que creía imposible, así fuera complejo el camino. ¿Cómo renunciar a un trabajo en el que puedo impactar a tantas vidas, así me haga infeliz?, pensaba. Pero lo que estaba perdiendo en la ecuación era el profundo impacto que estaba produciendo en mi vida y en la de mi familia, convirtiéndome en una persona que dormía temprano porque quería que se acabara más rápido el tiempo de pensar en los temas laborales y perdiéndome miles de micromomentos deliciosos con mi familia. Claramente tenía que recalibrar qué era todo y qué era más. No iba a encontrar mi carro sola y tenía que aceptarlo, venía dando vueltas como en un circuito de hámsters por horas y ya era momento de pedirle ayuda a una amable señorita de polo amarillo que creo estaba esperando que me fuera para ya cerrar la caja.
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Esa noche decidí hacerme emprendedora. No fue un sueño que tuve desde niña ni una idea fantástica que se me vino a la cabeza y quería hacer realidad. Mi decisión de hacerme emprendedora no tiene un origen romántico, sino que es el resultado de una noche oscura que me hizo enfrentar todos mis miedos mientras arrastraba mi vestido en un estacionamiento. Me convertí en una emprendedora no por vocación, sino por decisión. Subí a mi carro, sabiendo lo que tenía que hacer: renunciar al día siguiente y abrir mi propia agencia de publicidad. Prendí mis luces y la radio, canté La rueda de Frankie Ruiz a todo volumen y desactivé el Waze porque nadie ya tenía que decirme qué ruta tomar. //
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