Renato Cisneros

Hace dos años la nos obligó a resucitar palabras que llevaban años apolillándose en el diccionario. ‘Cuarentena’ y ‘confinamiento’, por ejemplo. Con el transcurso de los meses y por culpa de la continua mutación del virus, tuvimos que habituarnos a expresiones que nadie, o casi nadie, empleaba de forma cotidiana y que las generaciones más jóvenes quizá ni habían tenido ocasión de estrenar: ‘asintomático’, ‘distanciamiento’ o ‘teletrabajo’. Hoy no hay en el mundo una sola persona que no las entienda.

Desde el año pasado, casi como otra plaga difícil de erradicar, la polarización política nacional nos ha forzado a aclimatarnos a términos que no son precisamente nuevos, pero que han adquirido peligrosa normalidad. Tomé conciencia de ello la otra tarde cuando, en un restaurante peruano, ante la proximidad del almuerzo, le negué a mi hija permiso para comerse una segunda pastilla de chocolate. “Para el postre”, le prometí. Se ve que no fue suficiente porque enseguida inició una ardorosa pataleta que, en su punto culminante, vino acompañada de un grito semánticamente impropio en una niña de cuatro años: “¡Vacanciaaaa!”. Rápidamente adiviné la mano traviesa de mis suegros detrás de esa proclama inesperada. Al notar mi rostro de perplejidad, mi hija hizo lo que cualquier niño inteligente haría: gritar más fuerte. Solo que esta vez añadió el detalle que faltaba: “¡Vacanciaaa a Pedro Castillo!”. Lo dijo con el número de decibeles suficiente para llamar la atención de los comensales de las mesas vecinas, cuyas miradas inquisitivas se posaron de inmediato sobre mí. Antes de que la inocente rabieta propiciara una escaramuza política, hice lo que todo padre responsable haría: darle la segunda pastilla de chocolate.

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El Día del Idioma es excusa perfecta para repensar nuestro peculiar idioma político, hoy superpoblado de palabras como ‘vacancia’, ‘renuncia’ o ‘disolución’ –que antes solo se usaban, como los extinguidores detrás del cristal, en casos de emergencia–, y a la vez tan falto de vocablos como ‘diálogo’, ‘entendimiento’ o ‘consenso’, que están atravesados de telarañas, listos para ser convertidos en lengua muerta. Lo único que ha conseguido el uso exacerbado de esas tres primeras es que imaginemos el apocalipsis como quien imagina una puesta de sol, como algo climatológicamente obvio, un fenómeno que debería ocurrir tarde o temprano. El problema de coquetear con explosivos es que pueden explotar antes de tiempo en la cara de quien los manipula. ¿Esto quiere decir que el suscrito está en contra de la vacancia a Castillo? No. Quiere decir que, si no se aplica tal y como lo indica la Constitución, el día de mañana esa misma espada, en otras manos, será desenvainada con más vehemencia y entonces nos habremos convertido en el país experto en elegir presidentes incompetentes por el solo gusto de derrocarlos.

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La palabra ‘centro’ merece una mención especial pues ha vaciado su contenido tan dramáticamente que ha sido sencillo sustituirla por voces que no le hacen justicia, como aquellas derivadas del ‘cojudignismo’. Lo mismo pasa con ‘pueblo’, término malgastado que ya no denomina, ni nombra, ni representa. No hay dos sílabas que juntas produzcan un sonido tan hueco. Otras palabras que están firmes rumbo a la nada son ‘vigilancia’ o ‘gobernabilidad’; incluso la propia ‘democracia’, que es como una vieja aristócrata a la que ya nadie quiere invitar a su fiesta. Caso opuesto es el de ‘terruqueo’, palabra que tendría que estar proscrita pero que desde el 2016 es una voz notoria de nuestro glosario político contemporáneo.

En este año de repechaje, quizá las únicas expresiones que consigan descontracturar la dolorosa tensión política provienen precisamente de un léxico ajeno a la política. Pienso en ‘blanquirroja’, en ‘gol’, en ‘mundial’, pero también en ‘trabajo’, ‘orden’ y ‘sacrificio’. Al fútbol peruano debemos agradecerle ese milagro idiomático: nos ha dado un lenguaje para soportar a un país que todos los días nos deja sin palabras. //

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