Jaime Bedoya

En el Perú se puede morir muchas veces. Te mueres de hambre, de miedo, de frustración. Luego, ya muerto de verdad, vuelves a morir todas las veces que alguien necesita que así suceda. Te mueres muerto, como se dice en contextos menos funestos.

El ciudadano Víctor Santisteban murió para la ciencia médica y el registro público la noche del 28 de enero. Un elemento contundente duro, descripción para los anales de la historia de nuestra violencia, le impactó en la cabeza. Su historia, 55 años vividos, acabaría a las pocas horas en un hospital donde nada más se pudo hacer.

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En medio del absurdo letal que impone el dominio de la violencia, sus afectos y lazos terrenales quedaron interruptos por una causa cuestionable. Con todo respeto por la pérdida, morir por la liberación de un expresidente corrupto se acerca a un sacrificio inútil. Aníbal Torres parece tener esto claro. Mientras sus huestes arriesgan sus vidas y las ajenas en las calles el aprovecha para hacerse una manicure.

A los pocos minutos el muerto volvió a morir. Esta vez en las redes sociales, vertedero de carencias emocionales no resueltas. En esta nueva muerte un médico activista aseveraba que el fallecido había recibido un impacto de bala, convirtiendo su desaparición en un homicidio. El consabido cortejo apresurado de condena y vilipendio no se dejó esperar.

Con la fuerza gravitacional de la bola de nieve que antecede una avalancha el balazo inexistente generó su propio algoritmo, extrapolando ira de manera inversamente proporcional al conocimiento de los hechos. Además, si lo del balazo lo repetía la prensa extranjera no había más que discutir. Nos encanta que nos confirmen nuestras propias opiniones.

Luego de esta segunda muerte virtual, el fallecido volvió a morir. Esta vez mediante una réplica de la tribu antagónica a la del balazo: No había sido bala, sino piedra. La versión se apoyaba en un video donde incontestablemente se veía a una persona cayendo luego de recibir una tremenda roca en la cabeza. No parecía necesariamente la misma persona ni el mismo lugar de la otra muerte, pero la evidencia servía para confirmar la tesis a defender: no fue balazo, fue piedra.

El muerto siguió muriendo mientras corrían insultos y señalamientos de uno y otro lado. La tribu de la bala versus la tribu de la piedra, cada cual reclamando superioridad moral sobre la otra. Pero ahí no acababan las muertes. Mientras sucedía esta disputa por la propiedad de la verdad el fallecido volvió a morir.

Esta vez la nueva muerte fue más tosca. Presencial, podría decirse. Una señorita congresista que días atrás había dicho que la protesta pacífica no genera cambios y que, por ende, la gente tenía que morir, tuvo la iniciativa de presentarse en el velorio del muchas veces muerto quizás pensando que esa visita generaría lo que antes se llamaba un momento Kodak. Hoy sería un selfi.

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La familia del difunto invitó a la congresista, cortésmente y no tanto, a retirarse. Eso era un espacio de luto privado, no un acto político. Trascendería después que entre los planes post mortem estaba el de pasear el féretro por la Plaza San Martín. El cielo era el límite

Pero aún le faltaba morir más al muerto. Apareció un nuevo video donde se veía a un policía disparando una bomba lacrimógena horizontalmente contra el fallecido, impactando en este. Esta última evidencia, si bien sujeta a la investigación de rigor, tenía la contundencia análoga al objeto que le causaría la muerte. Era un disparo ilegal y contra el propio reglamento policial.

Esa enésima muerte siguió generando más muertes. Bala o lacrimógena era lo mismo; ni bala ni bomba, fue piedra, continuaban atrincheradas las tribus. Una lacrimógena no es un elemento contundente duro, dijo un general. Con admirable aplomo la hermana de la víctima eligió el camino más difícil en este laberinto mortal, la sensatez:

- Como familia no estamos yendo ante la Policía Nacional del Perú, sino ante el efectivo que hizo este desatinado movimiento.

Esto le quitó renta política a la tragedia. Aunque para los intereses de quienes apuestan por la violencia daba igual. Los muertos son números que inclinan la cancha. El plan continuaba.

Cuando ya el múltiplemente fallecido empezaba a salir del ciclo del aprovechamiento político, llegó la hora de tomar el aeropuerto Jorge Chávez. O como lo diría la condescendiente versión afín, manifestarse pacíficamente en las inmediaciones del terminal aéreo (sic). No tomaron en cuenta que por ahí hay zonas donde ni la policía entra. Tampoco evaluaron el temperamento chalaco, que deja como cortesano el hostil ecosistema de las redes sociales.

Contundentes mentadas de madre canalizaron el hartazgo de una mayoría silenciosa, esta vez más locuaz. Hasta un semiólogo policial podría leer el entrelineas de cada fuera conchatumadre contra los manifestantes: una causa chatarra no merece la vida de nadie. Esta misma figura de resistencia cívica hastiada y achorada se empezó a replicar en Cusco desde el día siguiente. Era una respuesta primaria y límite a la inoperancia del congreso y de la presidenta, cómplices en esta tragedia.

Por ahora son solo mentadas de madre, pero la muerte es golosa y no piensa.

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