(Foto: Renato Cisneros)
(Foto: Renato Cisneros)
Renato Cisneros

Mi recordado primo ‘Fonchín’ Cisneros mencionaba siempre a Bill Caro, el amigo pintor con quien compartía dos de sus mayores aficiones: oír música clásica y hablar en jerga. Ambos se pasaban horas escuchando óperas de Puccini o sinfonías de Brahms y tomando, no unas cervezas heladas, sino unas ‘cerbatanas bien helenas’. También podían deleitarse con el Adagietto de Mahler y a continuación explorar la versatilidad polisémica de palabras como ‘jatear’, ‘muñequearse’ o ‘embrague’. En otros individuos estas debilidades quizás habrían parecido contradictorias, pero en ellos eran estéticas complementarias: intercambios creativos entre la lengua y el oído.

Cuando años más tarde conocí por fin a Bill Caro detecté rápidamente en su personalidad ese rasgo que en mi desaparecido primo resultaba tan característico: una simultánea fascinación por lo culto y lo popular; lo refinado y lo mundano; lo distinguido y lo callejero.

Me atrevo a decir que desde entonces mantenemos una cálida amistad que, en mi caso, es también admiración por su trabajo (no conozco un mejor pintor hiperrealista peruano vivo).

El día de mi matrimonio con Natalia, Bill –que además fue compañero de mi suegro en la Facultad de Arquitectura de la UNI– nos regaló un cuadro de su famosa serie de casonas limeñas: una joya que cuelga a unos metros del escritorio donde escribo esta columna.

El lunes pasado, durante nuestra última mañana en Lima antes de regresar a Madrid, fuimos con Bill a ver su más reciente exposición, Vermeer desde adentro, en el centro de arte contemporáneo Enlace, ubicado en una magnífica residencia totalmente restaurada frente a la plaza Bolognesi.

Años atrás ya había escuchado a Bill hablar, cautivado, de los cuadros del holandés Jan Vermeer, de su técnica depurada para lograr los efectos de las luces y sombras, de su preocupación por cómo ubicar personajes y objetos, en fin, de la meticulosidad de obras tan celebradas como La lechera, La joven de la perla, El astrónomo o Alegoría de la fe.

Durante cuatro décadas, dándose un respiro entre los trabajos alimenticios, Bill pintó una decena de cuadros siguiendo el estilo Vermeer; sin embargo, solo ahora, observando los lienzos en conjunto, ese antiguo proyecto personal cobra una notable magnitud. Lo que en buena cuenta ha hecho Bill es deconstruir a Vermeer para reelaborarlo, subordinando las ideas del holandés a su propia sensibilidad, provocando así un doble efecto-espejo, como si al penetrar en la psicología de su ídolo Bill dejara su propia psicología al descubierto.

Al concluir nuestro recorrido, aún impactados por lo brillante de la muestra y por la suerte de haber contado con el propio autor como guía, nos detuvimos frente a un ventanal para observar el percudido paisaje de la plaza Bolognesi. Fue entonces que lo vimos. Era enorme, imposible de pasar por alto. Estaba de pie en el balcón de una casona vecina, elevándose entre galerías, pollerías y farmacias, divisando sin apuro el tráfico de la avenida Brasil. Era ni más ni menos que el Increíble Hulk. Una gigantesca reproducción de plástico macizo lo mostraba verde hasta las uñas, descalzo, luciendo apenas unas ceñidas pantalonetas. ¿Qué hacía el Increíble Hulk en el centro histórico, entre Vermeer y Bolognesi, flanqueado por un funesto local del PPC, la oronda antena radiofónica de la iglesia cristiana Full Glory, el neón del Casino Mónaco Palace y los profusos olores provenientes de El Sudado del Rey?

Minutos después, desde el taxi, seguimos contemplando al adefesio hasta que desapareció entre el espeso humo de oxidados tubos de escape. El más entusiasta era Bill, que rápidamente se olvidó de los pintores barrocos holandeses del siglo XVII para preguntarse en voz alta qué maravillosos azares habían permitido la ocupación de aquel balcón virreinal a manos del monstruo. “¡Esto es Lima!”, vociferó, feliz, girando la cabeza por los alrededores de la plaza, como si con la sola mirada dotara de cierto estilo costumbrista a semejante abanico de aberraciones.

Al final, en recuerdo del buen ‘Fonchín’, nos dimos un largo abrazo de año nuevo. “Chau, tío”, le dije. En el acto me corrigió: “Se dice ‘arroz chaufa’, sobrino”. Toda la razón, querido Bill. Arroz chaufa desde aquí, arroz chaufa. //

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