"Entretelones de una mesa con Vargas Llosa en Arequipa", por Renato Cisneros. FOTO: Daniel Mordzinski.
"Entretelones de una mesa con Vargas Llosa en Arequipa", por Renato Cisneros. FOTO: Daniel Mordzinski.
Renato Cisneros

El viernes pasado, durante la cuarta edición del HAY Festival de Arequipa, tuve la enorme suerte de compartir una mesa con Mario Vargas Llosa al lado de cuatro escritores peruanos de mi generación, Mariana de Althaus, Katya Adaui, Jeremías Gamboa y Santiago Roncagliolo, todos exponentes de los géneros más relevantes de la obra del Nobel: novela, cuento, dramaturgia, periodismo, memoria.
No era una mesa sencilla. Si bien los organizadores la habían pensado con espíritu celebratorio –el hijo más ilustre de Arequipa asistía por primera vez al festival del cual es artífice–, había nervios, expectativa y cierto sentido de responsabilidad de que la dinámica funcionara frente a un Teatro Municipal que seguramente iría a estar abarrotado. 

Desde su origen, en Gales, a fines de los ochenta, el HAY tiene como premisa hacer de cada conversación inteligente un espectáculo sensible, así que la cita con Vargas Llosa tenía que ser, además de interesante, emocional, mejor si entretenida.

Sabiendo eso, en mi calidad de moderador, abrí con dos semanas de antelación un chat de coordinación al que, en un alarde de sátira de coyuntura, bautizamos ‘El Botiquín’. Allí empezamos a intercambiar ideas sobre cómo encararíamos el encuentro con Mario. Conscientes de que solo dispondríamos de una hora, y sabiendo que las respuestas de Vargas Llosa no suelen ser precisamente lacónicas, decidimos que cada participante planteara solo una pregunta. Esa fue la tarea para cada miembro de ‘El Botiquín’: pensar la única pregunta que le haría al único Premio Nobel de Literatura del Perú frente a un auditorio de ochocientas personas. Solo imaginarlo daba ansiedad.

En este tipo de festivales suele haber escritores jóvenes y no tan jóvenes que confunden el sentido de su convocatoria y creen que, al ser invitados a sentarse al lado de un escritor mayor, de jerarquía, deben ser tan protagonistas como aquel. Es un error demasiado frecuente no captar que en ciertas charlas la estrella es el otro y que a uno le toca facilitar ese estrellato. No se trata de ser una comparsa sin voz, pero tampoco un sparring desubicado. Eso me gustó del trabajo que hicimos Mariana, Katya, Santiago, Jeremías y yo: ninguno cayó en la enorme tentación de querer lucirse frente a Vargas Llosa haciéndole preguntas intelectualmente rebuscadas, ideológicamente desafiantes o personalmente comprometedoras. Entendimos que la nuestra era una mesa de celebración literaria, de diálogo intergeneracional, de homenaje y gratitud. Asumimos que Mario hablaría de política al día siguiente con las periodistas Yoani Sánchez y Rosa María Palacios, y que sería Salman Rushdie el encargado del tête à tête académico. Nuestra tarea era otra: indagar en las pasiones de un autor tutelar cuyas obras, más allá del gusto personal, son ineludibles para cualquier lector.

La mañana del viernes, como futbolistas que fueran a disputar un partido trascendental, nos preconcentramos en el comedor del hotel Palla, y tras compartir un desayuno donde jugos y tostadas fueron maridados con tés de valeriana y cápsulas de Rivotril, nos encaminamos al teatro municipal. El sol del mediodía castigaba a quienes formaban una cola de hasta cinco cuadras de longitud. Tras bambalinas, en cosa de minutos, sin dejar la calistenia, saludamos a Vargas Llosa no bien llegó, obedecimos las veloces instrucciones del fotógrafo Daniel Mordzinski para la instantánea oficial, nos premunimos de botellas de agua y repartimos los micrófonos como espadas láser antes de saltar al escenario y darle cara a una concurrencia que abrazó al Nobel con una prolongada cascada de aplausos. 

Lo que vino después fueron cincuenta y seis minutos de armonía y tiqui-taca donde Mario respondió nuestras preguntas con su acostumbrada solvencia. Había que estar allí para emocionarse oyéndolo reflexionar con profundidad acerca de los misterios de su vocación, del Perú de su adolescencia, de la desconfianza que le inspira su propia consejería literaria, de los personajes recurrentes en sus novelas, del vitalismo con que trabaja a los 82 años para que la muerte “solo sea un accidente”.
Algunas de las cosas más conmovedoras que dijo Vargas Llosa en Arequipa las dijo allí, en esa mesa inolvidable, y fueron suficientes para seguir considerándolo uno de los responsables, o quizá el gran culpable, no de que nos sintamos escritores pero sí de que no dejemos de escribir. //

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