Giorgio Rosa fue un ingeniero italiano que lideró una resistencia geográfica: a finales de los años 60 y motivado por un corazón anarquista y un pensamiento antisistémico, este incomprendido hombre fundó una micronación independiente en las aguas del mar Adriático. Tal como leyó: él decidió crear su propia república a 12 kilómetros de la costa de Rimini e instalarse ahí. ¿Cómo fue que lo hizo? Ideó una plataforma de 400 metros cuadrados que se sostenía con nueve pilares de acero en el lecho marino. Sí, no cualquiera pudo haberlo hecho; la verdad es que, de acuerdo con las declaraciones del hijo de Rosa, se requirió de tecnología avanzada, gran conocimiento técnico para armarla, la ayuda de cuatro amigos y un pequeño grupo dedicado a la mano de obra. Se tardaron seis meses en crearla.
Rosa aprovechó el vacío legal respecto a la jurisdicción de las aguas, ya que en ese entonces se sostenía que más allá de seis millas de la costa el territorio era tierra de nadie. Así, con 40 años de edad se declaró el fundador y presidente de la Isla de las Rosas. Su nación tenía un restaurante, un bar, una tienda de souvenirs, una lengua oficial (el esperanto), una moneda, un sello postal y hasta departamento de migraciones. Su popularidad, pues, llegó lejos. Esto sucedió, lógicamente, gracias a la tradición de recomendaciones más infalible en la historia de la humanidad: el boca a boca.
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La isla se convirtió en el punto de encuentro de jóvenes veraneantes que llegaban en embarcaciones desde todos lados. ¿Qué iban a hacer ahí? Como diría Marc Anthony: “Vivir mi vida, la, la la, la...”. El lugar fue un espacio sin fiscalización donde la juventud bailaba, tomaba y jugaba a las cartas, sin reglas y sin leyes estipuladas. Una suerte de paraíso real.
El experimento resultó ser un éxito para la sociedad de la época (contextualización rápida: guerra de Vietnam, disturbios civiles en Europa), que encontró en ese espacio un portal de libertad y generó un revuelo en el gobierno del país. Esta historia resultó ser tan increíble que ni los italianos en la actualidad la creían como real, salvo los mismos pobladores de Rimini, que la contaban de generación en generación. Fue así que llegó a los oídos del director de cine Sidney.
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Sibila, quien, al comprobar que no se trataba de un cuento o invención, decidió adaptar la historia a la gran pantalla. De hecho, yo misma me enteré de esta historia al descubrir esa película (está en Netflix, si quieren verla, y prometo que no diré ningún spoiler). Esta se llama: La increíble historia de la Isla de las Rosas y es un deleite por estos tiempos, no solo por lo inverosímil que resulta, sino porque constata que la realidad siempre supera a la ficción. Asimismo, que no hay límite alguno para poder darle rienda suelta a lo que nuestro corazón nos dicte. Que lo imposible solo está en nuestra cabeza. Que los sueños valen la pena y que no existe idea suficientemente extraordinaria de concretar si es que crees completamente en ella.
Finalmente, como se dice, “el verdadero loco es aquel que, haciendo siempre lo mismo, espera resultados distintos”. Así que, locos del mundo, sigan ustedes soñando, creyendo y apostando por lo que algunos consideran inviable porque es así como se generan los cambios más especiales. //