La cocina no va conmigo… pero me hace feliz, por Lorena Salmón. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
La cocina no va conmigo… pero me hace feliz, por Lorena Salmón. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Lorena Salmón

Mis primeros recuerdos de este espacio –que para muchos puede ser sagrado y, para otros, absolutamente indiferente– pertenecen a una cocina ajena, la cocina de mi abuela, pues, como he comentado anteriormente, viví los primeros siete años de mi vida con ella.

Fue durante esos años que recuerdo a mi mamá levantarse temprano para preparar sánguches de pollo que llevaría a vender a su oficina.

Trabajaba en ese entonces, y lo haría durante muchos años más, en un laboratorio farmacéutico de nombre Novartis. Lo de los sánguches de pollo le duró una temporada.

Luego no vería mucho más a mi madre en la cocina, salvo en la suya propia, en nuestra casa de La Molina. Quizás alguna vez, rara, preparando pollo al horno a la Coca-Cola, que le salía delicioso. O quemándose con aceite de una manera tan dolorosa que tuvo que ser llevada a recibir asistencia médica.

“Odio cocinar”, recuerdo escucharla decir.

Y de tal palo, tal astilla.

Jamás la cocina de la casa me llamó para nada.

Crecí en un hogar en el que me levantaba todas las mañanas con el jugo de fruta recién hecho en la mesa del desayuno o en la mesa de noche. Almuerzo y cena también resueltos.

No tuve que aprender ni por necesidad ni por puro gusto.

Mi hermana, en cambio, siempre tuvo un gusto especial por preparar postres; sería porque le gustaban mucho. Recuerdo con especial nostalgia su pie de limón.

Yo recién aprendí a hacer panqueques estando casada.

Hasta el día de hoy se me quema la canchita pop corn. Hace dos días, dos ollas.

No solo quemo comida e implementos, también me quemo yo.

Eso sí, hay días en que pareciera que los astros confabularan y me siento inspirada, escucho música, canto y bailo mientras cocino y siento el amor que se traslada de mí hacia la comida.

Ahora entiendo por qué hay platos tan sabrosos, tan deliciosos que sentimos que nos abrazan, nos contienen, nos sostienen. Porque esas manos que lo crearon también le pusieron un poco de su corazón.

La abuela de Antonia y Horacio –la mamá de mi esposo, Julie– es una gran cocinera. Además de ser una mujer muy talentosa en cuanto a cualquier actividad que se haga con las manos.

Es una repostera estrella. Nivel Julia Child (quienes no conocen a este entrañable personaje, fue una chef y presentadora de televisión estadounidense, importante por promover la buena cocina; una antecesora de Gastón).

Mi esposo siempre cuenta como anécdota de vida que en su casa nunca faltaba un queque casero: Julie horneaba mínimo uno al día. También hacía su mantequilla, su yogurt.

No hay postre que no le salga, y estoy hablando de recetas complicadas.

De hecho, la hemos tratado de convencer de abrir un espacio de dulces y postres con sus recetas, como legado, pero con sonrisa en rostro nos aterriza con un ‘imposible’.

Hace dos veranos, Antonia me pidió ir a Le Cordon Bleu con su mejor amiga: su intención era llevar clase de repostería.

A mi hija el dulce le encanta; más que eso: le fascina. Hacer postres, también.

Lamentablemente, esa actividad, que podría ser un puente para nuestro vínculo y futuros recuerdos, se ha reservado a otro miembro de la casa. El hijo de la chef estrella: mi marido.

Así es: Antonia hace cupcakes, tortas y queques con su papá.

Los dos la pasan de maravilla mezclando, horneando y compartiendo en la cocina.

Yo soy feliz viendo (de lejos). //

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