Renato Cisneros

Se suele recurrir a la metáfora de la casa con goteras para ilustrar cuáles son las tareas urgentes en un país pobre como el Perú. «Si usted fuera jefe de familia, ¿no se preocuparía por arreglar primero la filtración de agua en el techo antes de pensar en pintar las paredes o cambiar los muebles?» es una de las formas clásicas en que se enuncia la analogía con el objetivo de cuestionar que se incurra en ‘gastos superfluos’ como, por ejemplo, la subvención de películas nacionales por parte del Estado.

«¡Es una frivolidad!», «¡que hagan esas películas con su plata, no con mis impuestos!», «¡el gasto público debería servir para erradicar el hambre o la delincuencia, no para financiar cintas ideologizadas!» son algunas de las frases que hemos oído o leído en los últimos días por parte de quienes, claramente, no encuentran relevante este tipo de inversión; es más, ni siquiera la entienden como una inversión ni una cadena productiva, sino como un evidente despropósito «que solo beneficia a los caviares».

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El manido símil de la casa con el techo agujereado es engañoso porque simplifica una realidad muy compleja. La gestión de un país no es comparable a la gestión de una vivienda, ni el criterio con que las autoridades deben tomar decisiones equivale al sentido de urgencia de un jefe de familia. El aparato estatal es lo suficientemente voluminoso como para atender, en paralelo, problemas estructurales sin por eso descuidar ámbitos como el del fomento cultural. Son tareas que exigen priorización y balance, sí, pero en ningún caso resultan excluyentes.

El análisis sobre los alcances de la Ley de Cine es principalmente técnico, pero tiene un componente simbólico que merecería más consideración en el debate: me refiero al efecto que puede llegar a tener una película en términos de representación social.

Hace varios años, allá por 2008, mi buen amigo Luis Choy, querido y desaparecido reportero gráfico de esta Casa, cubrió la fiesta del Señor de Qoyllur Riti, que se celebra todos los años al pie del nevado Colque Punko, en la provincia cusqueña de Ocongate, a unos 4.800 metros sobre el nivel del mar. Meses después, se obsesionó con la idea de montar una exposición con sus fotos en medio de ese santuario para que los pobladores locales, hombres y mujeres que bailaban en la fiesta y nunca habían sido retratados, al menos no profesionalmente, pudieran verse. Las complicaciones técnicas y geográficas estuvieron a punto de desanimarlo, pero, terco como era, Choy no se detuvo hasta conseguir lo que parecía imposible: armar una galería de fotos en aquellas alturas de tan difícil acceso.

Nunca olvidaré el rostro de Luis al intentar describir la reacción de los campesinos y sus hijos y amigos mientras contemplaban esas imágenes donde aparecían con sus trajes de ‘chauchos’, ‘qollas’ o ‘ukukus’. «No podían creerlo. Fue como si se miraran al espejo por primera vez, como si por primera vez se sintiera reales», me dijo Choy con una sonrisa de asombro, orgullo y quizá algo de vergüenza.

Para quienes están acostumbrados a ‘verse’ continuamente en imágenes como las de la publicidad o incluso las de las ficciones cinematográficas —personas de ciertos orígenes, ciertos rasgos, cierto estatus, cierto estilo de vida— quizá sea difícil comprender cuán trascendente es una representación dramática para aquellos que nunca se han visto a sí mismos, ni al mundo que los rodea, proyectados en una pantalla.

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Una película —aquí pienso en «Wiñaypacha», «Retablo», «Canción sin nombre», etcétera— es capaz de reforzar la autoestima de los miembros de una comunidad o de una minoría tanto o más que un programa social o un plan de gobierno. Las películas no tienen que ser taquillazos ni recibir premios internacionales para ser catalogadas de exitosas. Su valor se puede medir con otra vara. Las películas llegan a lugares donde el Estado históricamente brilla por su ausencia, denuncian crisis, visibilizan problemas, destacan a personajes olvidados, y al hacerlo siembran en miles de espectadores que no están habituados a ser el centro de la atención de nadie una sensación de materialidad, de pertenencia, de integración. Muchos de ellos, como los pobladores fotografiados por Choy, quizá necesitan existir en una cinta de ficción para sentirse reales por primera vez.

Ojalá las autoridades que pretenden legislar la subvención de material audiovisual logren comprender la relevancia de ese atributo. Si no por sensibilidad artística, al menos por estrategia política. //


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