Cuando ella lo conoció, él era el chico puercoespín, con miles de espinas puntiagudas que cubrían todo su cuerpo. No estaban en una fiesta de Halloween; en realidad, no hay necesidad de estarlo para andar disfrazado y ella lo sabía bien, por propia experiencia. Él le propuso bailar y ella, bueno, era una canción movida de esas que uno ni se acuerda la letra, por lo intrascendente, pero buena para vacilar un rato. Así que aceptó porque no había riesgo de acercarse demasiado y que se le clavara una espina en esa parte de su cuerpo que ella tanto cuidaba.
Pero había algo más que la protegía. Ella no iba por la vida desprovista de sus disfraces –que eran muchos en realidad–, que había fabricado o comprado para protegerse de lo que más terror le daba en la vida: la soledad. Tenía en su haber el de hawaiana relajada, bien a la falda de rafia para fluir nomás (aunque de relajada no tenía nada). El de Trinity de The Matrix, con los infaltables lentes oscuros, para que nadie supiera lo que estaba sintiendo. El de Poppy, la troll feliz, cuando en realidad se identificaba más con el Grinch. También estaba el de Caperucita sexy, bien a los tacos rojos, aunque su selección natural habría sido el lobo porque tenía acumulada mucha ira. Y, por supuesto, Elsa, de Frozen, fría e impenetrable, aunque en realidad solo quería ser Olaf y que la llenen de abrazos. Ella había aprendido que si bien todos llegamos sin ropa a este mundo, la vida, los miedos, las heridas y demonios nos van poniendo capas como a una cebolla a la que no le gusta ser pelada porque termina siendo descubierta, o más bien expuesta.
También se había vuelto experta en identificar disfraces ajenos, como algunos acróbatas de circo dispuestos a acomodarse ante cualquier postura, príncipes encantadores pero al estilo película de Shrek o mujeres maravilla con aspiraciones de Cenicienta, o sea, esperando que le compren su zapato. Por eso, esa noche fue para ella muy fácil identificar al chico puercoespín, que iba por la vida más protegido que un cerco eléctrico. Pero si bien sus espinas eran un riesgo, así como con la espada del augurio de los Thundercats, se animó a ver más allá de lo evidente, a coger su mano, acercar su cuerpo a él y bailar toda la noche.
Se sentía rico estar tan cerca de alguien descansando de su disfraz por un rato, aunque no era del todo cierto. Ella se había cerciorado de tener siempre una armadura estándar adherida al cuerpo. Conversaron de todo y de nada, de lo más profundo hasta lo menos relevante. Mientras se besaban, ella sintió que una de sus espinas había vulnerado su parte del cuerpo más cuidada (no la de la parte inferior, no seas mal pensado). Ella estaba comenzando a sentir cosas y no estaba dispuesta a disfrazarlo, pero se moría de miedo de que el chico puercoespín se espante y se haga bolita.
Pasaron los días y luego las semanas y puercoespín estaba cada vez más presente en su vida. Era increíble el grado de cercanía y compenetración que tenían, a pesar de sus respectivos disfraces. Una noche, ella decidió proponerle a puercoespín quitarse ambos los disfraces; ella estaba dispuesta a retirar lo poco que quedaba de su armadura. Le confesó que claro que les tenía miedo a sus espinas, pero que en el fondo ella sabía que eran solo su escudo para protegerse y que él ya no tenía necesidad de seguir con esa coraza.
De pronto algo muy extraño pasó: las espinas de puercoespín se pusieron más duras y filudas, tanto como su mirada de ira. El chico no soportó verse descubierto, pero menos aún el exceso de intimidad y –como ella sospechaba– se hizo bolita y desapareció. Ella volvió a sus disfraces con más fuerza que nunca, reforzó su armadura y continuó su camino apretándosela más fuerte en esos días en los que el chico puercoespín pululaba por su mente. Pero unas semanas después volvió pululando pero a su puerta. Ella lo dejó entrar y él le hizo una propuesta: quitarse la coraza de a pocos, sin acelerar el proceso y aprendiendo a confiar el uno en el otro. Esa noche se contaron muchas cosas, enseñaron sin pudor algunas de sus cicatrices y luego de bañarse juntos, divertidos y cómplices, él le secó el cuerpo lentamente con una secadora, como queriendo contemplar cada ángulo de su cuerpo y a su vez liberando simbólicamente todas esas cicatrices escondidas detrás de su armadura. Ella hasta ahora recuerda ese momento, quizás como uno de los más memorables de su vida al lado del chico puercoespín. Ambos cumplieron el trato, él quitándose la piel de espinas y ella su pesada armadura, no solo esa noche, sino por un buen tiempo juntos y descubrieron que para hacer el amor no solo puedes quitarte la ropa, sino también el disfraz. //