Jaime Bedoya

Comer en McDonald’s hace daño. Pero trabajar en McDonald’s te puede matar. La ultima vez que la ociosidad me hizo creer que llevarles frituras recalentadas a mis hijos eran un sucedáneo de alimentarlos, recuerdo la imagen derrotada de los chicos que atendían. Qué tristeza y qué arrepentimiento. Esos chicos sobregirados y vestidos con uniformes de falsa alegría son también hijos de alguien.

Estos chicos que atendían lucían muy cansados, pero también esforzadamente amables a pesar de las evidentes señales de falta de sueños: de los que se tienen en la noche y de los que mueven la vida. Por lo miserables juguetitos de la Cajita Feliz (y la flojera de freír un huevo) uno indirectamente acaba justificando el modelo de abuso y precariedad de los trabajos chatarra.

En 1986 el Washington Post bautizó a estos trabajos precarios como McJobs. Sus características eran tan poco saludables como la comida que ofrecían: las habilidades que impartía eran limitadas y su especialización era la que imponía la rutina: hacer sin pensar. Además, los horarios interminables interferían en la educación de los jóvenes mientras mentes y corazones quedaban robotizados en una actividad donde la creatividad estaba abolida. El mayor conocimiento del que se beneficiaban era aprender a manejar una caja registradora.

A pesar de esto algunos sostenían que estos trabajos chatarra era el primer escalón de independencia y auto sostenimiento de lo más jóvenes. Claro, como si entregar bolsitas de ketchup fuera una herramienta vital de crecimiento. Esto no impidió que en el 200 el diccionario Merriam Webster del lenguaje inglés lo definiera de la siguiente manera: un trabajo mal remunerado que requiere poca habilidad y ofrece pocas oportunidades para avanzar.

Entonces, en una carta pública, el CEO de McDonald’s atacó dicha definición declarándola “inexacta y desfasada”, instando que el diccionario precisara que los Mcjobs “enseñaban responsabilidad”. Los académicos respondieron que ellos solo consignaban el uso que se le daba a la palabra y no cambiarían nada. McDonald’s amenazó con demandarlos. Nunca lo hizo.

El uso y abuso de este esquema de mano de obra barata ha quedado mortalmente desnudado con la muerte de Alexandra Porras y Carlos Campos. Esta tragedia ha abierto los diques de testimonios de otros chicos que han trabajado o trabajan en condiciones similares bajo los eufemismos tramposos de “colaboradores”. Aprovechando lo angosto de la ley laboral establecen regímenes donde la obediencia servil al jefe y sus exigencias es una virtud competitiva. El penoso manejo de la negligencia de parte de la empresa solo ha hecho de la triste reputación de los trabajos chatarra algo letal. Es aberrante interpretar la meritocracia como el amanecerse trapeando bajo riesgo de electrocución.

El consuelo, que no sirve para nada a la hora de tener que enterrar a un hijo de 19 años, es que dos chicos que se quisieron estuvieron juntos hasta el final. Alexandra intentó salvar la vida de Carlos mientras entregaba la suya. Un sacrificio noble y hermoso, pero inaceptable por la cuestionable tarea de freír papas fritas por cuatro soles con cincuenta céntimos la hora. Una inversión mínima revisando las instalaciones eléctricas o dotando a los chicos de seguridad evitaba esto.

Y pensar que McDonald’s le pagó a Justin Timberlake 6 millones de dólares por una canción aguachenta que utiliza como propaganda.

Mis hijos no vuelven a ver una cajita de esas.

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