Jaime Bedoya

Al cabo de algunas décadas de escuchar referirse a las contiendas electorales bajo calificativos que oscilan entre “fiesta democrática”, “celebración cívica” y demás versiones celebratorias que han sido groseramente desmentidas por la realidad de sus tristes resultados, uno empieza a considerar que hay una razón escondida detrás de la represiva que amplifica la aridez de la contienda electoral.

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Se bebe vino hasta en la misa. ¿Cuál sería el problema de acopiar valor en una moderada pero puntual dosis espirituosa ante el deber de elegir lo menos malo de lo pésimo? El efecto desinhibitorio y relajante del alcohol propiciaría un estado mental más adaptativo a la desgracia, haciendo llevadera la decisión sin salida que toca afrontar como ciudadanos. Es más, su gentil entusiasmo hasta podría hacer pasar por inteligente y estructurado a alguno de los candidatos.

Me explico. Una copa amable distendería las exigencias que razonablemente habrían de exigirse a un ser humano adulto que pretende gobernar una ciudad. Insuflarían tolerancia y comprensión democrática en el elector, haciéndole entender que – finalmente- detrás del megalómano que ofrece barbaridades imposibles solo existe un niño al que le faltó un abrazo, un adolescente rechazado, o acaso un bebe destetado prematuramente. El poder, como acto compensatorio, nos tienta a todos.

Bajo este dulce mareo ofertas inejecutables como las 200 detenciones diarias que ofrece un candidato o hacer aparecer de la nada 40 mil nuevos policías que otro necesitaría para operar las fantasmales 10 mil motos que combatirían la inseguridad ciudadana, lejos de ser recibidos con la procacidad iracunda que impondría la sobriedad, generarían un amigable ¿y por qué no?

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Esta frase, como bien es sabido, establece el preámbulo a una actitud temeraria. Como, por ejemplo, votar por alguno de ellos con esperanza en vez de resignación.

Eso sí, estas tendrían que ser taxativamente no más de dos copas. Un exceso de entusiasmo podría hacer que el relajamiento deviniera en irresponsabilidad, tal como llegar a inscribirse en un partido o propiciar una pelea familiar por defender a un candidato mediocre. O peor aún, replanteando un confiable e inocuo axioma etílico, podría conducir a sustituir el afectuoso yo te estimo por el imprevisible Porky es Amor, sea lo que eso quiera decir.

Queda claro que un consumo civilizado de alcohol jugaría a favor de la democracia. La penalización de su bondadoso alivio sugiere un oscuro plan, posiblemente antaurista, por desprestigiarla mostrando sus limitaciones con crudeza, sin atenuantes y sometido a la peor de las resacas: la aplastante realidad del es lo que hay.

La implacable lucidez de la sobriedad deja en claro que estas elecciones deben calificar, por la pobreza de planteamientos subordinados a estrategias para acercarse a la presidencia, como unas de las más penosas de la historia contemporánea. Y esa misma abstinencia nos advierte clínicamente que en la próxima contienda presidencial las alternativas serán aún peores.

Mozo, sírvanos la copa rota.

Según esa promesa en cuatro años de gestión se habrían detenido a 292, 000 ciudadanos. Habría que construir más 100 cárceles como Lurigancho para contenerlos.

Cada año la Escuela de Policía del Perú recibe a 2 mil nuevos efectivos. Esa oferta necesitaría 20 años para ser cumplida.

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