María José Osorio

Echada en mi cama, repaso las decenas de videos de amigos en el concierto de Bad Bunny. Soy una de las tantas miles que no logró comprar entradas. Siento la punzada familiar provocada por el fenómeno psicológico más millennial de todos: el FOMO (fear of missing out). El famoso miedo a estarnos perdiendo de algo. El miedo a no ser parte de la historia, a estar fuera del chisme. A que todos se miren y rían con aquel chiste que solo entiendes si estuviste ahí. A quedarte fuera de la foto, pero también a que se haga evidente que la vida que vives no es tan divertida/exitosa/retadora/feliz como la de los demás.

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Es un miedo casi inescapable en este siglo. Ahí están las influencers en Máncora, las amigas en Facebook con hijos, las amigas en Instagram sin hijos, el afluido río de triunfos profesionales en Linkedin. Estar vivo en el 2022 parece ser una batalla constante por no odiar la vida que tenemos. Antes solo teníamos la comparación con la gente más cercana a nosotros; hoy estamos permanentemente sentados en medio del restaurante, viendo pasar a nuestro costado todos esos humeantes y coloridos estilos de vida que no ordenamos, y es difícil mirar nuestro plato y sentirnos satisfechos.

Es una sensación potenciada por las redes sociales, pero no creada por ellas.

Nuestra supervivencia como individuos dentro de una tribu, y por lo tanto nuestra supervivencia como especie, alguna vez dependió de que fuéramos conscientes de las amenazas tanto para nosotros como para el grupo más grande. Estar “al tanto” cuando deambulamos en pequeños grupos fue fundamental para la supervivencia. No estar enterado de una nueva fuente de alimento, por ejemplo, significaba que literalmente te perdiste algo que podría significar la diferencia entre la vida y la muerte.

A veces se siente como si siguiera siendo un asunto de supervivencia. Quien no está viviendo su “mejor vida”, ¿realmente está viviendo?

Es interesante, porque no producen FOMO aquellas cosas que están fuera de nuestro alcance, hay una tranquilidad especial en aquello que no puede ser, hay calma dentro de lo inevitable. El problema está en las decisiones. El largo pasillo de la vida y sus sabores y el pequeño carrito de supermercado que nos toca. El hostil mundo de lo que no hicimos o no tenemos, porque el dado se lanza y cae solo de un lado.

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Pienso muchísimo en esto, en los otros cinco lados del dado y en las realidades paralelas que estos generan y que nunca conoceremos. No tanto en las fiestas a las que no vamos, los viajes que no hacemos, sino en las vidas que no vivimos.

Esa es una preocupación moderna. Antes, en su mayoría, la gente vivía la vida que tenían sus padres o la que el destino decretaba. Hoy tratamos de trazar nuestros propios cursos. La diferencia se refleja en las historias que nos contamos a nosotros mismos. En la Ilíada, Aquiles elige entre dos destinos claramente definidos, diseñados por los dioses y predichos de antemano: puede luchar y morir en Troya o vivir una vida larga y aburrida. Tal vez era más fácil así (a pesar de que Aquiles terminó en la guerra) porque ahora vivimos en el mundo de las opciones múltiples y estamos expuestos constantemente a la vida que viven los que tomaron decisiones distintas de las nuestras. Aquiles no habría sobrevivido 10 minutos de scrolleo en Instagram.

Cualquier terapeuta (o un muy agudo tiktoker de 21 años) te dirá que todo esto es la receta para la ansiedad, y tiene razón: torturarte con todo aquello que ‘no es’ te inhibe de disfrutar y ver lo que sí es. Hace bien pensar que tal vez nuestro yo que habita alguno de estos mundos paralelos que no nos tocaron, también se echa a la cama y fantasea con la vida que vivimos nosotros. //

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